miércoles, 28 de julio de 2010

Lágrimas en el cielo

Recuerdo ese día, sonaba Clapton con esa hermosa canción "Tears in Heaven", aún no sabía que era una composición para su hijo muerto, y estábamos mirando el cielo desde la terraza del apartamento de sus padres. Llevaba ese jean desteñido y entubado que tanto le gustaba, una camiseta de color negro, las zapatillas de croydon de color rojo y una boina de un color café o marrón hecha de pana, en esa época tampoco sabía que fuese un signo con carácter político, tan sólo sabía lo bien que se veía en su cabeza y era lo único que importaba, que se veía bien, que sonaba Clapton y que la vida era sueño, era sueños de ser artista, de verle cantando mientras yo tocaba la guitarra; mientras se fumaba un cigarro y yo lo miraba, mientras soñábamos con la paz del mundo y todo el ideal hippie de la época. Estábamos sentados en esas sillas que acá llaman perezosas, acostados, mientras el cielo se reía con ese blues, si es ése un blues... Él se puso en pie y miró la gente que caminaba abajo, como si fueran hormigas, me dijo algo que no recuerdo muy bien, pero que se refería al egoísmo del que hablaba Hobbes, de la importancia de ayudar a la gente y todas esas cosas que solía decir, con su tono intelectual, mientras escuchaba la música y olía a tabaco, ese olor que aún recuerdo, después de tanto tiempo...

Nos separaban épocas, él era la vergüenza de su familia porque se dedicó a vivir sus sueños y yo, por otra parte, me empeñaba en satisfacer los sueños de la mía, pero...él estaba siempre que quería escapar a mi mundo y era eso, precisamente él, lo que hacía que no importaran sus rabietas (las de mis padres) para que yo hablase con él. Siempre recuerdo sus comentarios acerca de las necesidades de las personas, de la importancia de la educación y del correcto desarrollo de cada persona dentro de su familia y la sociedad, así como también sus poemas, sus cuentos y el proyecto de novela que algún día haríamos, porque le interesaba mucho que yo aprendiese a escribir correctamente, para así poder gritar sobre el papel lo que me agobiara. Recuerdo las notas de su voz, tan suave y a la vez tan reprimida, tan afinada, tan hermosa. Me viene a la mente también las notas de su guitarra, donde dí las primeras rasgadas, que luego se irían perfeccionando hasta lograr cierta perfección y por último, escucho aún las notas de Clapton, B.B. King, Louis Amstrong y todos esos maestros del jazz y el blues que me enseñó...

Yo era muy joven, había crecido siempre al abrigo de mis padres, mientras él había escapado para ser músico y escritor; yo estudiaba en la escuela, mientras él había ido a la universidad y se había graduado con honores; yo miraba la televisión y él leía a Rousseau. Mi vestimenta era como la de cualquiera del que se pueda decir que viene de una buena familia, mientras en él se veía el resentimiento por la época en que vivía, por el mundo que le había tocado, mientras en su mirada se veía el anhelo de ser un poeta como Goethe, un músico como Beethoven,  de cuya música disfrutaba en las tardes en que me ayudaba con las tareas...Pero, volviendo a aquél día, recuerdo que, mientras yo le miraba y trataba de entender las citas que decía y escuchaba sus ideas sobre la solución a los problemas del país, algo asomó por sus pestañas, desplazándose lentamente por sus mejillas, hasta llegar a la punta de su mentón... se apresuró a limpiarla y sólo me dijo, con un tono calmo y una mirada triste: ¿sabes?, no quería decírtelo, pero debo irme... el país ha entrado en guerra y debo cumplir con mi deber. Lloré, me abracé a él sin contener el llanto, sintiendo que se iría por siempre, que jamás habría de volverlo a ver, viendo cómo mis sueños se estrellaban contra el suelo, a diez pisos de distancia, mi piel erizándose porque la puerta a mi propio mundo de sueños e ilusiones se cerraba por no poder ir en contra de aquello que odiaba, teniendo que sucumbir ante la orden de un sargento a quien no le importan sus ideas sobre la paz y el uso de las armas... Él me abrazó y me dijo que no dejase que mis sueños se vieran frustrados, porque es mejor dar la pelea y morir con honor, que vivir siendo un lacayo. Al otro día partió...

Y los días fueron pasando, los enfrentamientos se daban en las fronteras y quienes vivíamos hacia el centro apenas sabíamos que la guerra existía, quizá por periódicos a veces escuchaba a papá gritar de alegría por batallas ganadas, mientras de mi mente no salían pensamientos sobre lo que él pudiese estar haciendo. A veces imaginaba que estaría escribiendo a sus colegas, algunos muy importantes teóricos de la política o literatos, como él; otras, me imaginaba viéndolo tocar a Clapton en medio de un enfrentamiento, desafiando a la muerte, al igual que el chelista de Varsovia y otras, lo imaginaba recordándome, escribiendo cartas preguntando cuál sería la medida de mis sueños... Los días seguían pasando y la guerra ya veía su final, ese viernes, de rojo atardecer y nubes amarillas, anaranjadas y estrellas en el firmamento a las cuatro de la tarde, un paquete llegó a casa. Toc-toc, ¿Si?, vengo a entregar un paquete, adelante, ¿puede firmar esto?, por supuesto, que tenga una feliz tarde, lo mismo. Un sobre, enviado desde algún pueblo de la frontera; abrí el sobre y la bandera de nuestro país aparecía en la parte superior de un pliego de hojas que hablaban sobre la valentía, el coraje y todo aquello que demuestra la gente que está muerta en las batallas. Mis ojos lloraron y mi corazón se rompió, el cielo se puso gris y la lluvia empezó a caer: cada gota como una lágrima de cielo. La carta decía que el cuerpo del héroe sería enviado para ser honrado por sus seres queridos en un par de días y que tendría un espacio en el lugar más importante del cementerio, ¿para qué?, si a él no le gustaba la guerra y nunca fue capaz de herir a alguien...¿para qué?, si al fin y al cabo las guerras siempre estarán arregladas en torno a un fin económico y sólo dejarán a la muerte rondando por los corredores de los hospitales y los valles, los ríos y los campos donde siempre habrá algo que sembrar y no dejan... Maldije a todos, rompí las cosas que había ganado por el simple hecho de complacer a la gente que estimaba y salí corriendo, en medio del diluvio a ningún lugar, porque ya el mundo no importaba, porque lo único que realmente importaba era él y ahora no estaba, corrí, corrí por calles llenas de basura, avenidas llenas de autos, dejé atrás restaurantes llenos de gente feliz de que la guerra estuviese a punto de terminar, pasé por puentes que cruzaban quebradas y ríos apocalípticamente llenos y al fin, después de tanto correr, llegué a un bosque, donde con la ropa empapada y un frío de espanto, dormí.

Al otro día, mis padres me encontraron con principios de hipotermia y estuve varios días en cama, pensando en la desgracia de mi vida y en que, en realidad, la vida era injusta, las cosas debían ser de otro modo y las lágrimas no deberían existir...

Hoy, veo tu lápida y recuerdo ese día en que la tarde era hermosa, mirábamos el cielo, sonaba Clapton y me dijiste: y...¿Cuál es la medida de tus sueños? La de los míos es la Eternidad.

miércoles, 21 de julio de 2010

Lluvia sobre la ciudad

Esa tarde decidió empezar a escribir, luego de despertar y darse cuenta de que el aspecto del cielo era gris y parecía como si fuese a llover; la idea llevaba dándole vueltas por la cabeza mucho tiempo. Se sentó frente al computador y entró a la página en la que suele escribir para sí mismo y, en ocasiones, para los demás; el cielo se iba oscureciendo, iba a llover; y empezó su historia precisamente de esta manera: tenía ganas de llover.
 Al norte de la ciudad, a pocos kilómetros de la casa del escritor, un hombre sube al transmilenio y es llevado dentro del primero que se aparece por la turba de gente que piensa en llegar temprano a ninguna parte, porque es más sencillo tomar el expreso, que hace pocas paradas, que las rutas convencionales, en las que, entre semana, es más cómodo desplazarse. El hombre, a quien llamaré soñador, tomó la primera ruta a ningún lugar, porque le gusta elegir lugares  aleatorios para meditar, levanta su vista al cielo y se da cuenta de que pronto empezará a llover.
Mientras tanto, en las afueras de la estación de los veintiún ángeles, un joven con rostro sombrío, como de muerte, piensa en la imagen que saldrá en la noche por los noticieros y con que finalmente sólo es un precio, bastante cómodo por cierto, el que se debe pagar para terminar con los problemas de su vida; se dirige hacia el puente que cruza, digamos... transversalmente la avenida suba para decidir, por vez última el destino de su vida, sin quererlo, mira al cielo gris y se lamenta de que así, lloviendo, no será igual.
Después de un bloqueo que ha durado meses; ni una nota ha salido de su instrumento, sale por la ventana el músico, otrora alegre y creativo y ve que el cielo tiene un aspecto como de diluvio y se imagina en la cara que habrá tenido que poner la gente que viviere en la época de la biblia, saca su instrumento y una silla, y sale a la terraza de su cómodo apartamento del centro, a ver en qué momento empezará a llover y qué hará la gente que transita sin detenerse a mirar el cielo, que no entiende la belleza de las gotas caer y morir estrelladas contra el suelo, sacrificándose para llevar la vida a la tierra...

Sintiendo que la historia se da por sí misma y es el sólo el objeto por medio del cual ésta es escrita, el hombre teclea rápidamente, la lluvia empieza  invadir toda la ciudad con aires de diluvio universal, las nubes negras como la brea, el viento salvaje golpeando las paredes, las bolsas de basura revoloteando libres, a discreción de las ventiscas que empiezan a tornarse frías como el hielo...el soñador aparece de pronto mareado por la bruma, el pesado ambiente generado por las primeras gotas que caen y la casi inmediata reacción de los pasajeros que cierran las ventanas, que pronto se empañarán y harán que el calor, cuasi infernal, se concentre en el autobús, mientras, en cada parada, cada estación, más y más gente, como un río inmundo de putrefacción humana se mezcla con la lluvia, que pronto empezará a caer, y con el calor, en una inmunda combinación de olores; de alientos horribles a comida rápida, pescado, almuerzo ejecutivo y hasta a crepes, a café y a chicle; a perro mojado y a cerdo, a hombres bañados en sudor y lágrimas, porque la gente triste existe, y a lluvia, a lluvia de virginidad arrebatada por niños que patean charcos, a carros que mojan abuelitas y niños y jóvenes; y su asco hace que... en la estación de los veintiún ángeles, lo obligue a bajar y a levantar la mirada al cielo para descubrir la negrura que se aproxima, con tintes de arrasamiento de casas en las montañas, y vea a un hombre que, solitario, se dirige al puente que cruza transversalmente la avenida suba, sin temor a las primeras gotas que ya empiezan a caer y... al verlo, sueña con las razones que lo llevan a caminar hacia allá, donde el golpe puede ser mortal y la adrenalina podría hacer que nadie sintiese dolor por la caída, mientras allá arriba, cerca del barco que da una hermosa pero falsa ambientación de puente milagroso, este hombre mira al cielo, mientras cae la primera gota sobre su frente, pensando que ojalá la caída sea suficiente para morir y no requiera de que algún auto pase por encima de su cuerpo, porque teme demasiado al dolor, aunque lo ha sufrido toda la vida. En ese instante, el escritor imagina a un usuario del transporte público que medita sobre la inmundicia que genera algo tan hermoso como la lluvia y se da cuenta de un hombre que camina solo hacia su muerte y piensa entonces en un músico que se siente frustrado y celebra con la primera gota de lluvia en el centro de la ciudad.... escribe entonces que... empezando a sentirse eufórico por las gotas de cristal líquido que caen sobre la terraza, el músico toma su instrumento, una vieja trompeta, ya roída por el óxido, hace sonar la primera nota; y el músico mira inspirado a su trompeta, imaginándose Louis Amstrong en medio de un concierto por el río Mississippi, subido en un barco. La lluvia entonces, aparece como torrencial, con truenos y rayos, con centellas e inundaciones en la carrera treinta, con Bosa incomunicado y la gente que deja que a su auto se le moje el timer

La lluvia se hace más fuerte, empieza a granizar y el trayecto hacia la cima del puente se hace más y más lento, no hay desespero, existe una tranquilidad inmensa en su pensar y sus ganas de vivir van disminuyendo con cada paso; el granizo hace que el ambiente de la estación se haga casi tan pesado como el de los autobuses, pero la decisión está tomada y su viaje a ninguna parte está planeado, así que entra en el primer transmilenio que pasa y que, curiosamente, se dirige hacia el centro, donde alguna vez pensare la posibilidad de matarse en el puente de la avenida suba, pero esa vez alguien apareció, un viejo amigo y se abstuvo de hacerlo... sus reflexiones han tomado otro sentido desde que vio, ya vuelto una hormiga, al hombre solitario aquél subiendo a quién sabe qué en la avenida suba, ya ha dejado atrás esta parte de la ciudad y se aproxima a la estación de la avenida Jiménez, donde hará el transbordo para llegar a hacer lo que tanto le gusta: caminar bajo la lluvia, purificarse mientras mira al cielo, esperando ver a otros soñadores mirando por la ventana; mientras el músico se está empapando en agua y granizo y se escuchan, como murmullos quizá, las notas de la triste y hermosa trompeta que juguetean con el viento, con las nubes y la lluvia, y el granizo y los rayos, y también con los truenos que posiblemente estarán asustando a niños y perros en alguna otra parte de la ciudad. El escritor escucha un trueno que le pone los pelos de punta, porque escribe sobre las vidas de tres personas y quizá la de él mismo, imaginando qué pasaría si fuese un cuento de Cortázar como aquél en que al final, el asesino se encuentra detrás de un hombre que lee un historia bastante similar a la que sucede realmente, y en realidad tiene la duda porque acaba de escribir que el granizo se hace más y más fuerte y las luces desaparecen, pero no en su casa, que tiene planta de energía y prefiere olvidarse del tema porque la historia se le está susurrando a los oídos que, sin saber qué escuchan, reproducen, por medio de las manos que el tramo ya va a terminar y la lluvia empieza a bajar y el hombre del transmilenio ha caminado hasta la calle diecinueve con la carrera tercera y ve un hombre empapado tocando trompeta en el último piso de un edificio y el músico siente un alma gemela caminando en medio de la nada en que se convierte la ciudad por el caos vehicular y la música distorsionada de los bares y los cafés, los restaurantes y los museos, el odioso silencio de las bibliotecas y la vida misma que le hace pensar que en algún lugar debe haber un pobre hombre cansado de vivir y que también es su alma gemela; y el hombre lavado, de pies a cabeza que mira por última vez el mundo y se sube en la baranda del puente de la avenida suba, mientras la lluvia empieza a menguar, pensando si es realmente esa la solución de las cosas, mientras el escritor excitado por el mejor cuento que podría hacerse escribe que lentamente, los ánimos se van calmando, con la lluvia que cesa, lenta y pacientemente y los personajes piensan sobre lo hermoso de la lluvia para los pensamientos, como si en realidad purificase el espíritu y se llevara los pensamientos de tristeza, soledad y melancolía de cada uno; al tiempo en que el músico decide bajar a encontrarse con ese soñador que ha estado mirando y saludando al cielo y el suicida arrepentido decide volver a su casa en el centro y el escritor ha decidido que las vidas de sus personajes se crucen en un viejo café al que no va desde al universidad, para darse cuenta entonces de que allí, en ese café, a pocas calles de su casa, hay tres hombres que se acaban de conocer y sienten que falta un último integrante de su tertulia filosófico-psicológico-musical y... al verlo a los ojos reconocen en él al faltante, al toque literario que hace falta para que ese café sea realmente un teatro mágico de realidades y perspectivas; el literato entonces deja su computador sobre la mesa en que se encuentran los tres desconocidos, reconoce la paradoja de escribir su propia historia, los mira a los ojos y luego todos, los cuatro sueños soñados, pero a su vez verdaderos, levantan la cabeza para decir: ha dejado de llover.