martes, 28 de diciembre de 2010

Deseo cumplido.

Pensaba desesperadamente en olvidarla y para ello empezó a escribir, pero para aprender a escribir, empezó por leer. Los años pasaron y en su mente ella se hallaba siempre, en cada detalle, en cada acción; cada vez que veía la oportunidad escribía, porque eso le distraía de los recuerdos que fluían como el agua del manantial, unos días y, otros, como las cataratas del Niágara. Y de sus escritos la fama llegó y se prolongó por mucho tiempo, hasta que, un día de espantoso otoño melancólico, descubrió que las ideas salían de su mente, pero no llegaban al papel. Desesperado, corrió sin rumbo alguno para ver en qué parte se había quedado su inspiración. Luego vio una mujer y recordó su nombre, pero el tiempo, siempre sabio, había borrado de su mente aquel destrozo que era la imagen del corazón. Comprendió entonces que ella era su inspiración y deseó su tristeza.

Ausencia

Te recordé en una noche, 
noche de verano, en que
saludaba yo a la luna,
a las estrellas alababa.

Te recordé en el viento,
frío como el invierno, más,
como cuenta no te diste,
a la luz de la luna caminé.

Te recordé en mi camino,
mientras aliviaba el frío
con el recuerdo de tus manos
y tus ojos negros, tan enamorados.

Y luego desperté y me vi
y en el hielo advertí
que fantasía eras toda,
recuerdos contigo jamás viví. 

Sexto Centenario/ Primera Centuria

Despertó a la noche, noche de verano de helados matices, de viento que sopla caliente en las tardes y asciende hasta la luna que apenas asoma entre los matorrales, hermosa siempre, inolvidable como el olor de las rosas en la primavera, como el olor a guayaba de los diciembres en la ahora lejana región del Guavio. Lo despertó su único amigo, el perro, aquel que le llegara terminando sus trescientos años, empezando la que hoy es la mitad de su vida y que dobla con paso acelerado, sin temer a la muerte o la soledad, que nunca esperan para aparecer y desterrar, para desmembrar y enseñar el real valor de las cosas. Confuso respiró el aroma del café que por esta época se cultivara y se pusiese a secar, para tostarse luego y molerse y tomar el tinto único que se puede probar y degustar con tal sazón. Buscó el pocillo en que estaba el líquido negro y aromático y lo sirvió, mientras pensaba en la forma de vengarse de un amor; encontró que años antes lo había pensado en la figura de Allighieri, en su obra increíble y vio cómo un amor podía convertirse en un odio, tan grande como el cielo que esa noche se mostraba de gala. Tomó un gran sorbo y dio al perro algo de pan, porque éste lo miraba con la mirada del niño que desea con fervor y agradece con el corazón. Y luego, luego de salir a pasear por el claro de la luna que daba contra el cafetal, el monstruo gato le dio un susto y se unió a su cantar y, cantó entonces el verso de un poeta desconocido a quien acababa de pensar y que rezaba, con acento definitivo el canto de un hombre solo a quien había de buscar para acompañarlo en su cantar, a la damisela soledad; mientras cantaba, entonces pensaba en elefantes y rinocerontes, y en comerciantes de distantes tierras y sólo podía desear, volver a la cárcel de su tierra, de su casa, y pintar... Pintar los cien pensamientos que en seiscientos años pensara, para verlos, cada cientos, y volver a recordar historias pasadas, pasadas alegrías y tristezas de un mundo que se acaba y que acaba de empezar, empezar a recorrer, como brisas, un lugar, y volver a conocer, del mundo, un poco más.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Claro de Luna

Rompió las cadenas que le ataban y escapó de su prisión saltando por la ventana. Corrió como alma que lleva el diablo por el bosque que rodeaba el castillo en que se encontraba y huyó hasta el burgo. Los perros le seguían y sin embargo logró evadir a los mastines de grandes calidades que el rey mandase comprar especialmente para él. Escapó sin importar que los grilletes sonaran y pudiese ser detectado, sin interés alguno en las heridas causadas a sus tobillos en la caída y sin temor alguno de ser atrapado, porque, finalmente, su destino sería el mismo si se quedaba: una muerte espantosa en la guillotina de hoja oxidada y sin lubricar; una horrible agonía porque no se desprendería su cabeza al primer tajo y tendría varios segundos de dolor intenso e inagotable, sin contar, por supuesto, con la tortura previa, digna de todo un reino que acoge la inquisición. Su intención era escapar y tener unos cuántos días de vida, en el peor de los casos, o una vida por delante, en el mejor de ellos; pensaba en huir hacia las nuevas tierras, iendo de intruso en uno de los barcos que zarpan cada día hacia costas desconocidas y sentía la suave brisa del mar en sus mejillas. Corrió entonces con más fuerza y avanzó sin percatarse de los tesoros que el bosque escondía, porque la vida costaba más que cualquier joya, o baúl, o incontable tesoro. Después de muchos metros, el hombre llegó al burgo.

El burgo se alzaba como ciudad majestuosa bajo la luz de la luna que llena entonces estaba. Las casas se mecían con el viento de la noche y sólo se veían ladrones y algunos mercaderes que, despistados, intentaban salir para acampar fuera. El hombre dio vuelta por la primera esquina y allí descansó, para tomar algo del aire que ya le faltaba, al escuchar que no era seguido y que el ladrido de los canes se unía al rumor del río, cuyo sonido era un calmante natural para las almas desesperadas de los comerciantes de aquella ciudad. Pasados un par de minutos, tal vez, dio un paseo por el lugar y se encontró con las insalubres calles habitadas por mendigos, doquiera que iba ratas había, incluso más que en su calabozo, y el olor era inmundo, porque, como ese día era de mercado, toda la fruta podrida se mezclaba con la fragancia nauseabunda del barro: tal era la atmósfera del lugar. Desesperado, el hombre trató de llegar al muelle y encontró una canoa, en la que subió, no sin antes tomar algo de basura de las calles y recoger alguna fruta de los pocos árboles que allí se veían. Dejó que la canoa se fuese río abajo y durmió.

El sonido de la creciente lo despertó, junto con el rayo del sol mañanero que daba directamente sobre su rostro. Los rápidos hacían que el maniobrar fuese tortuoso, pero era ese el precio de su libertar y estaba dispuesto a pagarlo. Cada metro avanzado era un paso hacía lo desconocido, porque, debido a la creciente, no se podían ver más que ciertas rocas que sobresalían del nivel del agua, pero, como era sabido, era un río bastante peligroso, más que cualquier otro conocido y sólo los más hábiles capitanes debían navegarlo, pero no importaba, porque la libertad lo ameritaba. Pasaron minutos que eran horas y por fin, después de tanto esfuerzo con los pobres remos, que ahora estaban, por demás, rotos, el río se calmó y el navegante se vio a orillas del mar. Allí encontró puerto y decidió vender su barcaza por algunos duros y ver la ciudad que despediría su cuerpo al nuevo mundo.

Vio comerciantes con raros trajes, porque vestían de blanco y tenían un extraño acento, y, en lo poco que había estado allí, lo había visto inclinarse y hablar un idioma extraño, todos a un mismo tiempo y en una misma dirección. Vio cristales de colores y espejos, vio unos extraños animales que eran como caballos, pero más altos y tenían una o dos jorobas y quedó impactado; había en ese mercado, también, unos monstruos de color gris y un cuerno en la cabeza, más anchos que los bueyes y más peligrosos también, y entonces sintió miedo... Sintió un miedo inmenso de esos monstruos y de lo que le esperaría en esas nuevas tierras de las que oía historias a los guardias, historias de animales llamados dragones y de monstruos de mar que eran como gigantescas serpientes que derribaban barcos. Temía al canto de las hermosas sirenas y se detuvo para pensar las cosas. Recordó que, a pesar de su encierro, podía ver el bosque y los animales que en él habitaban, veía que al fin y al cabo allí estaba seguro del peligro del exterior y no tendría que enfrentar jamás monstruos invencibles, como esos que devoraban barcos y cuyas historias acababa de escuchar al entrar a darse valor con un vaso de un líquido extraño de color rojo intenso y sabor amargo al que llamaban ron, bebida de las nuevas tierras; temió tanto por su vida que entonces se entregó.

Al volver al calabozo todo estaba como había quedado. El hombre entró y se sentó, y vio entonces la razón de su regreso: era el claro de la luna que entraba por la ventana de su prisión. Era ese brillo plateado que sólo era interrumpido por los barrotes de la ventana lo que le hacía volver, porque, a fin de cuentas, era la razón de su inspiración y, por ende, de su condena.

El monstruo

Era una noche de estrellas, de esas que sólo se ven en los veranos, cuando uno sale a caminar, lejos de la ciudad; de esas en las que la luz de la luna alumbra los caminos de piedra por los que los campesinos transitan con el fruto de su trabajo... De esas en las que no importa lo que aceche tras los matorrales, porque la paz es tal que, incluso el rugir de las bestias es música de Mozzart, cada nota es un acorde de del claro de luna de Beethoven...

Mientras el mundo descansaba y sólo unos cuántos deseaban dormir, la sombra que crecía se detuvo a unos metros de sus pies y unos amarillos ojos, que infundían terror, penetraron su mirada, haciendo que cada uno de sus músculos se paralizaba. Su respiración paró y su corazón se aceleró, la adrenalina corría por todo su cuerpo haciendo que su percepción de tiempo se relativizara y cada segundo fuera tan largo como un cuarto de hora, en que la desconocida bestia que le miraba detrás de esos ojos espantosos. Su desesperación se hacía mayor a medida que veía cómo avanzaba, lenta y sutilmente, el bulto que generaba un horrible escalofrío que recorría, una por una, sus vértebras, que sentían el cosquilleo suave, y sentía también la sensación de hielo que recorría cada centímetro de su espalda mientras el monstruo se acercaba.... Habrían pasado un par de minutos, que fueron como horas, cuando se dio cuenta de que la sombra dejaba de crecer y se hacía más y más pequeña a cada paso y, entonces... El gato maulló.


domingo, 19 de diciembre de 2010

La mirada del niño.

La espera cansaba y la mente desesperaba en un culpable intento de abstraerse al cuerpo y a las circunstancias. Sentarse a esperarla era tan complicado que el cuerpo daba visos de exasperación regalando al mundo fluido vital para refrescarse, el cerebro se calentaba haciendo que las ideas revolotearan como polillas contra el televisor y había una sensación de sofoco se esparcía del torso hacia las extremidades provocando inseguridad de su llegada.

El panorama de personas que a su alrededor pasaban no era alentador; cada persona llevaba afán en su caminar, iba ensimismado cada ser en cuentas por pagar y cosas por comprar, en problemas tan supérfluos se malgastaban sus pensamientos que agobiaba estar en una banca viendo pasar el tiempo. Mientras esperaba pensaba entonces en el egoísmo. Y tal era el egoísmo de la gente que, al verlos pasar por su lado, veía en sus miradas la idea de ambición; de tener un auto mejor, un puesto en una silla en el transporte público, un mejor empleo, más dinero... En fin, egoísmo puro manaba de sus ojos. La vida se tornaba gris después de ver con esos ojos; hacía falta ver por los ojos de los niños, que se alegran de todo lo nuevo y miran las cosas poniéndoles color... Por eso, cuando ella llegó, el la miró con un brillo tan hermoso en los ojos que su gesto fue de sorpresa, porque jamás había visto un hombre feliz.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La Venganza de Dante

Cuando Dante conoció a Beatriz, no pudo más que quedar enamorado de su belleza, pero, cuando ella se negó a ser su amada, él la odió tanto que la condenó a la eternidad.

Quinto Centenario

La mirada del reflejo abrió con tintes del mundo y si tristeza la medianoche del quinto centenario, que recordaba a música de los Cadillacs y obsesiones olvidadas. Una idea de Alter ego plasmada en obsidiano cristal cruzó su mente en tristezas armónicas y armonía disfónica de mundos miserables de las que sólo sueños rotos resultaron. La vida desapareció en un beso imaginado de mujer... Mujer perfectamente amada, pero no correspondida, dormida en brazos de la hermosa muerte, hasta la despedida de pianos de Fito Páez y falsas alegrías, siempre rutinarias.

De los primeros quinientos años sólo lágrimas quedaron, porque la muerte regaló alegrías que duran un instante y no pensó en que ésta no es más que la obra del alfarero que hizo, del mismo material, la tristeza que dura toda la vida...

Esa noche el perro, su fiel y nuevo amigo, también lloró y de sus lágrimas, espesas como el aceite, brotó la muestra más pura de compasión, y en sus ojos el hombre vio que la vida seguía ahí.

Después de todo, aún estaba vivo.

La felicidad

Terminó su vida como la había vivido: llorando. Y la muerte, compadecida, le regaló la felicidad, pero al ver que incluso al ser feliz el hombre seguía llorando, le ganó la curiosidad y le preguntó qué le pasaba. El hombre respondió que la felicidad es rutinaria e inexpresiva, y llorando se alejó.

viernes, 17 de diciembre de 2010

La despedida

El cielo estaba nublado esa mañana y no habría de componerse hasta la noche, pero no importaba porque él sólo fue capaz de esperar hasta la tarde para verla. Su bolsillo había vaciado para cumplir con la costumbre, de fina cortesía, de llegar con algo al hacer una visita: había comprado una botella de buen vino del Valle de Rodin para alegrar, con ese dulce toque del fino licor, esa vida nostálgica de su bella prometida.

Su chaqueta ondeaba al viento de las tres de esa tarde que venía con una fuerza de calma y tempestad, y también de ímpetu de valentía y desencanto. Sus ansias no se calmaban y por eso trotaba, de manera algo extraña, pero pasando desapercibida. Un vacío había en su ganas y las imágenes pasaban tan rápido que no se fijaba en los presagios que con la brisa llegaban; así llegó, al fin, a la puerta de la casa de su amada. Dentro, ella se desperezaba y, al oír el toque, intentó arreglar su rubia cabellera e hizo sonar el disco de Fito Páez. Él entró y dejó la botella sobre la mesa del salón que había junto a la sala de las visitas, le dio un beso en la mejilla y vio un par de zapatos de hombre cerca de la puerta de la habitación.

Ella, como mujer qué es, se dio cuenta del embrollo y sólo dejó que del cuarto saliese su compañero, recién bañado y vestido con una toalla, que saludó cínicamente, mientras el infortunado contenía lágrimas de sal hirientes y sentía en su estómago una sensación de ardor, mientras en su garganta el nudo gordiano se formaba y se limitaba a dejar la mirada fija en ninguna parte para hacer del hecho social una realidad: un hombre no debe llorar. Ella pidió disculpas que fueron rechazadas con silencios largos, de sus ojos lágrimas de cocodrilo fueron arrojadas al suelo con odio disfrazado de indiferencia y vagas palabras de insulsa compasión. El piano de la canción que empezaba presagiaba el final de la situación, él se levantó y, tomando la botella para entregarla al hombre que estaba en toalla, les deseó prosperidad y salió, llevando la pena en su corazón y mordiéndose la lengua por lo dicho... Ella lloró y, pasados los años, vivió feliz para siempre.

Dormida

Dormida... Plácidamente acostada en el jardín del palacio de Morfeo, allí estaba. Su cabello enredado, infinitamente hermoso, sus piernas largas y bellas, de muslos torneados y color canela, y su sonrisa que ilumina... Acallada. ¡Qué bella que es la muerte!

El beso

Después de tanto esperar, ella llegó y le dio un beso en la boca. El cerró los ojos y se limitó a sentirlo, el beso fue el más hermoso que hubiese recibido y su corazón se encendió en tierna pasión. Se levantó y, en ese momento, vio que ese beso no era suyo, porque ella estaba ya estaba comprometida.

Sueños rotos

De cada día un sueño que termina,
el silencio de respuestas que terminan en sonrisas
que desprecias.
De cada llanto un sueño que termina,
en brasas de dolor intenso,
en almas desaparecidas
e infortunio eterno.
De todo sueño un sueño que termina,
un espacio vacío de mentes intelectuales
que superan la pasión,
que controlan al gigante al que llamo corazón.

Pero el sueño sigue
y es mejor desaparecer en la augusta noche de la soledad,
en medio del campo de los sueños sin cumplir,
a la mirada de los felices que,
en abundancia,
se burlan de nefastos personajes que corren en la noche,
noche de sal, noche de frío de un verano inaccesible,
en el que no queda más que llorar.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Del mundo y su tristeza

Del alma y el cuerpo me quejo,
de la hermosura de los valles y las selvas,
de la vida en un cortejo
y de la blanca figura de su sombra,
sombra de mundo viejo y feo,
un ogro que te acobarda y te mata,
sin derecho a respirar...

Del tiempo que no pasamos
en cultivos de alegría, de mentes vacías
de planos y tontos sueños, fantasías
que no tienen un final y te represan
en la maldita melancolía.

Me quejo del mundo todo y
hasta de la vida mía,
de momentos de decoro
y de astrales alegrías,
momentáneas en su vida,
siempre ajenas a herida
en que se sumergen penas,
que venían distraídas
a caer en el vacío de una eterna pleitesía,
rendida sin culto o afecto
a esta vil ironía,
ironía de pasiones, ironía de bizarría,
de instintos bajos y fuertes,
de brutal majadería
que descansa en la figura de mil perros sin culpa
en que descansa la existencia, vil y cruel de la armonía.

El reflejo

-¿Qué hace que la mente se obsesione con una idea de amor perdido en una madrugada? 

No lo sé- responde el reflejo- quizá sea una ilusión que viene de libros de Goethe y poemas de Benedetti, de Neruda un verso y de Nervo una estrofa; el problema es haber interiorizado todo esto, un mundo de ideales y querer aplicarlos en la triste realidad.

-¿Y qué sabes tu de la realidad si te estoy imaginando?, ¿qué tanto debo creerte si no eres más que mi reflejo dibujado en el espejo en una noche de locura? No eres tu más que mi imaginación jugando a volverme loco, tan real eres como su amor por mi en una noche de cartas con palabras vagas de amor eterno...

-¿Y quién eres tu- pregunta el del espejo- para afirmar lo que es real? Tan sólo un humano eres, limitado por el tiempo y el espacio, limitado por tu esclava libertad y esclavizado por tus sensaciones, no eres tu más real de lo que yo, insignia de tus ideales, puedo llegar a ser. Soy yo quien aparece detrás de tus ojos cuando sonríes mirando al mundo con la alegría del recién nacido, es mi realidad la que te eleva el pensamiento y saca lo mejor de ti en eternas melancolías y en desvaríos cuerdos: soy el resultado de tu existencia.

- ¡Basta!, no eres tu más que mi miedo, no eres más que el lado interno que cruza mi silencio con mirada profunda, eres irreal y por eso quiero que desaparezcas.

- No intentes luchar con tu interior muchacho, no soy yo más que la huella que dejó en ti ese amor. Soy el soñador que creaste para ella y quien soporta tu dolor; soy tu corazón roto en mil pedazos y el fénix de redención, quien da la cara por ti en la más cruel desesperación y quien guía tus instintos por caminos inesperados, dejándote alegría y sufrimientos, enseñándote a vivir.

- ¡Falso!, no eres tu más que una fantasía, una fantasmagroría ilusa que pretende hacer que mi cordura evada los límites de la realidad, estoy hablando con una imagen del fracaso al que he llegado, no te necesito.

El hombre entonces tomó la silla en sus manos y se abalanzó contra el espejo. El espejo voló en pedazos que se esparcieron por el suelo y el sudor de la frente del hombre cayó al suelo.

Al día siguiente, se encontró un cuerpo del que emanaba ya muy poca sangre, con una mirada desorbitada y de ensueño, del otro lado del espejo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cuarto centenario

Ya eran cuatrocientos años. El hombre despertó en un presente de instantes en que ya no está, obsesionado con el vacío eterno del amor sin amor que es unilateral, de la historia del eterno enamorado que jamás logra su objetivo y con la mente sobre la pregunta acerca de qué es al amor. Cien años de pensar en amores de muejeres de pueblos lejanos, de cielos azules que recuerdan negras miradas; de blancos pueblos y casas viejas en caminos para tomar desiciones importantes, como morir o vivir y responder de manera inexacta a la pregunta del amor. El hombre pensó que no bastaba un testamento o una suicida carta causante de muerte para saber que el amor es sólo una muestra de la codicia, de la inmensa avaricia de desear una mujer que jamás se va a obtener y, en caso de hacerlo, no es el amor más que muestra del aburrimiento que genera un acto repetitivo, no es más el amor que una muestra de la supremacía del poder tiránico de las pasiones sobre la razón; no es más el amor que la falta de control y de compromiso.

Los últimos cien años fueron de filosofías y recuerdos de amores no sinceros, y de una absesión enfermiza con la muerte y los paisajes. Los páramos y pueblos que recuerdos evocan en la mente del viajero, y una dama sedienta de besos de muerte en la noche obscura e indemne. Noches de verano que recuerdan odio, odio enfermo y celoso de no tener lo que se quiere y ser objeto de pasiones, de amores pasionales y fallidamente extraños. Paradojas y fantasmagoría de gente que no espera ver el mundo con más ojos que los de la generación de los sueños rotos; una ilusión falta de sentido que recuerda a la mujer altiva y recordada en el duelo y testamento de aquél que con su vida acaba.

Cien años ya pasados de amores infieles y un sólo amigo: el eterno perro compañante que a su lado llegó un día, de esos últimos cien años.

El perro

Fiel compañero, siempre cauto y atento,
defensor de esperanzas y de casas,
de finos y blancos dientes, filosas
siempre tus garras, rápido como el viento.

Amigo leal y constante, contento,
tu pelo inspira el correr con que arrasas
bestias que fracasan en amenazas
de fincas y graneros,sin destiento.

Tu amigable nobleza, tü humildad,
siempre casta, avanza hacia el corazón,
en infinita y completa afinidad.

En tus ojos sólo hay heroicidad,
valeroso y siempre hermoso tu armazón,
para ti, amigo perro, la eternidad.

martes, 14 de diciembre de 2010

Vacío Eterno (III)

VI
Después de diez años, de verse apenas un momento, o de no verse, en lo absoluto, Miguel decidió enviarle una carta. Semanas y semanas gastó en tomar la decisión, esa que habría de dar un giro inesperado a su existencia. Tomó de sus grandes maestros, los inmortales de Haller, la inspiración de Picasso, las influencias de los músicos extraordinarios el método a seguir, de conversación seria y formal, con visos de gran cultura y simple entendimiento; los papeles rebosaban la caneca del estudio, donde se encontraba la biblioteca, llena de Hobbes y de Locke, de Shakespeare y Saramago, de antologías de poesía y clásicos de la literatura, su desespero se hacía más grande porque no podía escribir de manera en que estuviese convencido del agrado de su prosa por parte del blanco ángel a quien iba dirigida... Escribía y era todo tan vano, tan plano, tan aburrido, que sólo pensó entonces en preguntar en su carta si sólo lo recordaba. Días después, envió la carta por correo a la casa vieja del pueblo hermoso que dejara un Domingo diez años antes. Lo que decía la carta, evitando las formalidades era lo siguiente:

De recuerdos me llega una imagen, de una hermosa niña llega hasta mi un aviso, siempre alegre y siempre hermosa te recuerdo, con el sol sobre la mirada de tus ojos negros. No creo que me recuerdes, pero yo si te recuerdo, con el alma encendida en ternura y cariño de pasado. Diez años han llegado y con ellos muchos cambios, pero, en mi corazón, sigues como el día en que te conocí, razón por la cual quiero verte, quiero hablarte y conocerte, realmente conocerte y estar decididamente dispuesto a casarme. Espero la respuesta de esta carta, en que el mundo mío ha ido a parar a tus hermosas manos. Siempre tuyo... Miguel.

 La carta tardó unos días, como es claro, y, por fin, llegó a sus manos. Sara la leyó y no recordó quién era ese hombre que ahora le escribía, razón por la cual, de sus amigas, todas la leyeron y sólo Gabrielle, quién jugara con ellos alguna vez, recordó al niño hermoso que encendía su corazón. Fue élla quien recordó a Sara la presencia del niño aquél y propuso que le diese la respuesta, que Sara temía dar.
Esa tarde, en casa de Miguel se encontró una carta, él la abrió y al ver el sitio del que provenía, su corazón se encendió, quedó petrificado por un instante y leyó:

Miguel, te envío esta carta con la intención de invitarte a mi casa, también me gustaría hablar contigo y saber lo que ha sido de nuestras vidas. Te espero el Domingo siguiente a la llegada de esta carta. Sara.

No hay que decir la emoción que a Miguel invadía, empacó lo más pronto posible y dejó apartado lo necesario para el viaje, que sería en dos días. Dio el aviso a sus pocos amigos, de quienes sólo una persona, una mujer hermosa que le visitaba en sueños, le advirtió que no sería conveniente volver la vista hacia el pasado. Esta hermosa mujer, compañera de estudios, fue una gran ilusión, era inteligente y preciosa, una belleza de tez marfil, vestida fuera de moda y con el extraordinario don de la profecía, acertado siempre... De ella aprendió la magia de observar, lenta y atentamente, el paisaje, de hacer preguntas por todo y para todo y sentarse a soñar, con los ojos abiertos bajo las estrellas y durante el crepúsculo; de ella aprendió el valor de la amistad y el escuchar, el hablar de sí con los amigos de verdad.
VII
Su nombre era Viviana. Siempre vivaz y sincera, de sonrisa agradable y buenos modales, de crítica consciente y honestamente brutal. De su pueblo natal no mucho se sabía, lejano era de la capital y era un gran esfuerzo comunicarse, pero sabía ella sobreponerse a todo cuanto se atravesara, siempre con soluciones creativas y salidas extrañas, una gran mujer. Estaba comprometida con un gran amigo y maestro de Miguel, que por entonces, y a pesar de su corta edad, ya daba grandes visos de un futuro prometedor como jurista en la capital, como escritor en la nación y como maestro en la escuela. Eran ellos de sus grandes amigos y jamás hubo secretos, ni siquiera ese día en que comentó que el Domingo iría al pueblito aquél y ellos se miraron con algo de decepción, como presintiendo lo peor... El no hizo caso y siguió dando el aviso y, al día siguiente, que era Domingo, se marchó.

VIII
Llegó esa mañana al pueblo y, como devoto, entró a la Iglesia. Salió y se sentó en el cafetín del lado del parque y allí la encontró, era Sara, su hermosa Sara que llegaba acompañada de su hermano y la diligente Gabrielle, de quién apenas se acordaba que era hija del ama de llaves de la casa Rodríguez, que había crecido junto a Sara y, probablemente, era la persona que mejor la conocía en el mundo. Era Gabrielle su confidente y su amiga, su defensora en tiempos de obscuridad, su guía. De su talle había un detalle, no era una mujer exuberante, pero tampoco todo lo contrario, era sobria su belleza y sus ojos color café parecían extenderse en el horizonte, con un viso de verde envidia, pero más compromiso; su cabello castaño era largo, tan largo que llegaba hasta su espalda y se envolvía en trenzas hechas con destreza. Y siempre estaba allí, con ella, la hermosa Sara, que despertaba el deseo de todo aquél que se le acercaba....

IX
Gabrielle se perdía en la penumbra de la sombra de su sombra que jugueteaba con el brillo de nácar de la zapatilla de Sara, que escondía lo que, después de un rato, ella diría...

Un hombre llegó por detrás y un beso le dio en la mejilla, saludó a Miguel y con ellos se sentó. El corazón de Miguel se paralizó por un momento y, segundos después, volvió a la normalidad. Recordó el rostro del joven que se había sentado, olvidando que la mujer ha de ir a la derecha del hombre en la mesa, y le preguntó por sus estudios, otro hermanos de Sara era. Después de seguir platicando y platicando, la ilusión de Miguel se hacía más fuerte aún y su corazón no era más que un juguete de las emociones que en él ella suscitaba; pero el tiempo había terminado y debía regresar. Le acompañaron y prometieron escribirse.

X
Largo fue el años siguiente, en que las cartas volaban casi todos los días, la confianza entre los dos había crecido sin igual y palabras amorosas rondaban por sus mentes. Miguel inspiraba sus versos en ella y era su musa perfecta, porque en este tiempo su amiga Viviana y su ahora esposo Juan halagaron sus escritos, cosa no pequeña ante los ojos de Miguel, porque siempre ellos fueron sus maestros. Los estudios iban muchísimo mejor de lo que esperaba y él hacía constantes visitas a la Casa de Sara.

De estas visitas veía cosas extrañas, como su demora con sus amigos y, a veces, su afán de terminar las conversaciones y ver que él partiera hacia su casa. él daba todo por ella y ella no hacía más que hablarle, seguirle la corriente hasta ese día...

Ese día él llegó de sorpresa al pueblo y la vio besando a un hombre, el hombre era fuerte y tenía un mejor talle que el suyo, él esperó y cuando el hombre su hubo ido, entonces saludó y vio la mirada hermosa de su mujer amada, que le dijo que era él su prometido y no debían volver a hablarse. Su corazón se rompió, de sus ojos las lágrimas luchaban por salir y un espero que seas feliz fue dicho. Caminó, sin despedirse y volvió a su hogar, pensando en el camino en las amorosas palabras que en las cartas fueron escritas. Llegó a su casa y, en el estudio en que escribía para ella poemas, quemó todos los papeles, dejando sólo aquello que sirviese a su defensa. Rompió los vidrios y de las esquirlas más de una llegó a su rostro. Ensangrentado, tomó vino y trasegó, y lo hizo tanto que, en su embriaguez, salió desnudo y corriendo por las calles gritando el desengaño; la locura despertó en él y ya no importaba el mundo, entonces decidió morir.
Avanzó hacia el río que rondaba la ciudad y, cuando se iba a lanzar para que el agua llegase a sus pulmones y los aplastase, mientras la sensación de morir se apoderaba de su mente y la desesperación de no tener aire iría haciendo que su mente divagase y su tez cambiase de color, llegó Viviana. Al verlo así, supo que no había errado y que, para pena suya y de Miguel, no era Sara esa persona que él pintaba con palabras en todos sus relatos, no era Sara más que una mujer más que, como ella, tenía virtudes y defectos. Sólo pudo Viviana consolarle diciendo que el amor era un mar y que hay muchos peces en el mar; no pudo más que prestarle ropa de Juan y decirle que se quedase como invitado en la quinta grande que habitaban. No pudo más que decirle que no valía la pena... que la vida tenía un propósito que no era sufrir. Miguel sólo rechazaba los cumplidos y las palabras alentadoras, sabía que la vida era injusta y le dolía ser el enamorado para quien canta el ruiseñor que muere por una roja rosa que no combina con un vestido azul, como lo dice Wilde; no había en la cabeza de Miguel otra cosa que las palabras de Kundera quemándose en la ardiente zarza de un Dios impío que no conoce de emociones, que juega con sentimientos que ha creado, un Dios para el que el mundo no es más que un juguete...

XI
EL tiempo fue pasando y no hubo más cartas, sólo sueños pintados en papel que fueron quemados, tal era su desesperación.

Una tarde, mientras quemaba papeles recordando a la bella Sara, encontró una carta, posiblemente algún ayudante de la casa, y leyó entonces que venía del pueblo aquél, pero, al ver quién la remitía, leyó. Las cosas que allí se decían eran tan abominables que sólo pudo tomar un par de pistolas y pedir que su testamento quedara en manos del juez, por si algo sucedía. En su mente, mientras iba de camino, sólo pasaban las imágenes que le fueron referidas en la carta. Su corazón tenía horribles presentimientos, pero, después de todo no importaba porque el amor es ciego y es estúpido y no se da cuenta de que cada quién elige su destino y recibe su merecido, iba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.

Llegó al pueblo y los vio, y en los ojos del hombre que fuese el prometido de Sara vio la mirada del hombre que jugó con el cuerpo de Sara y estaba con ella sólo por interés. Vio que su mirada era de burla para ellos dos y se acercó. Saludó y fueron a comer, él no tenía problema en echarle en cara todas y cada una de las cosas que pensaba, hasta que Sara llegó y vio con susto e impresión el rostro del eterno enamorado que se encontraba frente a su amado y, sin querer, hizo que la discusión, para su prometido, llegase a puntos que no debían. Del rostro tranquilo de Miguel, sólo silencio salía, y, una vez, sólo una, una frase de su voz se oyó: in vino veritas. El prometido de Sara se levantó y arrojó el guante, que por Miguel fue recogido, salieron del pueblo hasta el camino aquél de árboles colmado, en que deberían de tomarse las decisiones más importantes y allí, acompañados de sus padrinos, empezó a planearse todo. Gabrielle hizo lo posible por detenerlos, diciendo que no era manera para solucionar las cosas, pero recibió una respuesta calmada de Miguel diciendo que el honor sólo ha de recuperarse con la muerte y que la venganza era el único medio para resolver la controversia: Alea iacta est. Los padrinos de Miguel llegaron, Juan y Viviana se miraban preocupados tan pronto como supieron que había recibido la carta y apresuraron el paso, llegaron a tiempo.

Diez pasos distaban del centro elegido a cada uno de los hombres que debían morir. Los testamentos estaban listos y Sara veía, con algo de alegría, cómo luchaban por su amor, o por su cuerpo, o por lo que fuese, porque debía sentirse importante. Al ser dada la señal, Miguel disparó y fue su tiro tan certero, que el hombre se desplomó sin siquiera haber alcanzado a disparar. El cadáver fue levantado y llevado a la funeraria por uno de los cocheros que allí se encontraba y Sara se abalanzó sobre Miguel, diciendo que no esperaba ella nada del hombre aquel y que sólo a él amaba, pero, ¿era eso amor?, preguntó Miguel, y vio que no era amor lo que ella por él sentía y se marchó.
Viviana y Juan quisieron alcanzarlo, pero tomó el un caballo en alquiler, luego de correr por el camino y llegar al pueblo, razón por la cual no pudieron encontrar más que su cadáver colgado de un árbol, a veinte minutos del pueblo, porque su demora fue tal que, incluso con la ayuda de Sara, conocedora y experta en la geografía del lugar, no pudieron localizar el lugar aquél, porque no había más preferencia de Miguel que la casa que dejaban atrás mientras procuraban alcanzarlo. 

Al llegar, el cuerpo aún se balanceaba, como mecido por el viento y sus ojos se iban al eterno vacío, su mirada muerta era distante y en su mano una carta había. Juan la tomó y leyó:

Heme aquí como un cadáver, siento la pena de no poder vivir con alguien para quien no importo y no pretendo hacer más compañía a la soledad. Muero aquí porque amé a Sara tanto como ama el girasol al dios Helios, tanto como puede amarse. EL testamento está con el notario y todo ha sido arreglado. Muero como viví, triste y decepcionado, pensando que no es más el amor que un vano sentimiento, que una ilusión que ha de quebrarse como la felicidad, que no es Sara más que una mujer de las que no merecen vivir y que mi error más grande, fue precisamente mi amor por ella. Que sea mi cuerpo dejado acá en señal de las consecuencias de estar enamorado perdidamente, recordando a todos lo que cuesta amar. Muero amando a una mujer imposible y luchando con mi insoportable pensar. El amor no es más que un constante renunciar a la vida para preocuparse por otra persona, es abandonar todo lo hecho para soñar con un feliz final. El amor no es más que una farsa de una persona por otra, sin pensar que lo bilateral es algo de dos.

Al terminar de leerlo, Sara lloró y, tomando del cinto la pistola de Miguel, disparó y murió.

domingo, 12 de diciembre de 2010

La muerte en el páramo

Entrada la noche se detuvo en el páramo, nunca lo había hecho, pero se sintió bien, quizá era eso lo que buscaba, una noche fría, en extremo, para reflexionar acerca de lo mucho que había sucedido. Los frailejones apenas se veían y la niebla era más densa a cada instante, sin embargo, bajó del auto y cruzó la cerca, como si no hubiese más atrás. 

El frío era de infierno, casi quemante y debía estarse a dos grados, por lo más. Pensaba entonces en la mujer que de sus noches había hecho una vigilia y de la vigilia un sueño, en el campo triste en que su corazón se rompiera y su vida se tornase en drama. Recordaba su mirada perfecta y sus palabras adecuadas, sus cartas de amor falso y su ilusión rota por su llamada. Vio entonces una figura en el extremo de su punto de limitada visión, una persona que andaba como andaran los frailes, con túnica de color gris claro, como desgastada por el tiempo, que aparecía como intermitente, porque se alejaba con lentos pasos hacia lo más oscuro de la noche.

Sentíase su corazón vivo de nuevo y, por demás, también una sensación de calor, de fraternal compañía se adueñó de él. Corrió tras esa persona y, en un golpe de viento que por poco lo hace caer, vio, tras aquella capota gris, como la túnica, una hermosa cabellera de castaño color danzando al frío y al viento; su corazón enloquecía y entonces veía una vez más en esa persona desconocida a su amada eterna, a la traidora de sus sentimientos que volvía para reivindicarse por el sufrimiento causado; corrió, una vez más, tras esa extraña figura de mujer incomparable que se alejaba, con paso lento, pero a gran velocidad, hacia lo profundo del páramo aquél, no podía alcanzarla pero se esforzaba, tal como lo había hecho hasta el día en que le presentó a quien desde ese día sería su peor enemigo, el hombre que se jactaba ante la sociedad de poseer sólo un cuerpo y no la más perfecta mujer. Corría y lo hacía pensando en que esa noche sin luna la tendría para amarla por el resto de su vida.

Después de un buen rato, y ya cuando sus fuerzas estaban tan menguadas que apenas podía sostener el paso con que trotaba...La mujer paró; y él, tomando el último aliento y sacando fuerzas de donde no las había, corrió hacia ella, esperando dejar la vida en un beso, corrió y mientras lo hacía, la mujer volteó y entonces sólo negro se veía bajo la capota, pero no importaba porque él sabía que ella allí estaba y por eso se entusiasmó aún más al ver que sus brazos quitaban al capota. Al estar en frente de ella, la capota descubrió un cráneo con una horrible melena de castaño color que era llevada por el viento, él retrocedió, tan asustado que sus músculos se paralizaron y cayó al suelo, el esqueleto se acercó y lo besó, y entonces comprendió que del amor sólo puede librarse con la muerte.

De noches de verano

De noches de verano me acuerdo con odio,
odio de amarte tanto que explotó el amor.

De noches estrelladas evito el recuerdo,
de verte con otro y brillantes tus ojos
vida dándole a su faz; perfecto tu rostro
perdido en su abrigo, en su gabán
de blanco color.

Estrellas malditas como tu silueta,
y yo extrañando tu mirada, en la que me reflejo, 
mientras disfrutas tu vida, 
viviendo tus sueños sin mi.

Odio sólo queda, de noches de verano
en que te recuerdo a ti.

Paradoja

El hombre, esclavo de su libertad, levantó sus ojos al cielo y, con gesto de desprecio, volvió la vista a la ciudad, progresista en su actitud de odio hacia lo rural, gris y de pocos contrastes y corrió por toda la calle que llegaba hasta el parque en el que se encontraba en otra época la casa de gobierno, porque ahora la gente obedecía a la anarquía. 

Pasó sin mirar que en las calles los mendigos pedían ayuda espiritual diciendo que no sólo de pan vive el hombre y los transeúntes sólo les podían ofrecer dinero; el hombre volteó por la esquina en la que se encontraba el banco en época remota y llegó a la Iglesia, donde ahora funcionaba un teatro, porque la libertad debía sentirse en el placer que sólo dura un instante y no en la tristeza que dura toda la vida y allí se sentó, para volver a alzar sus ojos al horrible cielo. Entonces el hombre, preso de la desesperación, puso las cadenas sobre sí al emitir un sollozo agudo, horrible en su esencia, el hombre lloró con el sentimiento más puro y vano, menos racional y descubrió que su libertad no era más que el efecto de dar rienda a sus predeterminadas pasiones y el constante imitar a otros, que a fin de cuentas todo era una copia de la naturaleza y no tenía sentido, y que, después de todo, la vida no era más que una horrible paradoja. Corrió entonces el hombre y, haciendo uso de su única libertad, decidió morir, pero sólo descubrió que la muerte era la puerta de la vida y que estaba tan acostumbrado a élla que no la podía dejar.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Fantasmagoría

Te siento, y en tu aire de mujer altiva, veo la mirada del fuego que derrite el hielo de corazones inusitados en el arte del amar. Te veo y siento el escalofrío de la muerte enamorada que atiborra mi memoria de pasión desenfrenada y de amores imposibles, de lujuria poderosa y de sensibilidad artísticamente deficiente. Te recuerdo y sólo veo, entonces, una blanca tez de gris atuendo, levitando por la alcoba, caminando por el aposento en que se sentara el crepúsculo a mirar la noche alzarse. Te describo y miento, en la cara de la suerte y su rueda, trágica en su fin, acuño mi destino, mi horizonte se devela en una nube de comedias y epopeyas, y me siento poderoso mientras la tarde revela que regresas, en ese momento la verdad releva la fantasía de comedia y todo llega a su final... Final de tragedia romana, fútil, sin esperanza y de bajo talle: que me lleve la muerte mientras sigas caminando.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Vacío eterno (II)

III
De regreso al hotel sólo ella en su mirada estaba, su mundo, ahora, a su alrededor giraba, ¿era eso el amor? De sus pensamientos sólo eso es extractable, además de un par de visiones de matrimonios y de despertar con ella en la cama y besarla, ambos en pijama. Del lado opuesto, en el camino, la pequeña Sara bailaba, como siempre fue su gusto, y de sus ojos, un extraño brillo asomaba, ¿era eso el amor?, para ella no importaba, sólo la felicidad se hallaba ahora ante sus ojos y la vida era aún más perfecta que al despertar en la mañana.

Una semana estuvo la familia Martínez en el pueblo, pero los acontecimientos no son relevantes para la historia, a excepción del día jueves, en que se dio una velada en casa de los Rodríguez y las miradas de los niños se cruzaron largamente, sin poder hacer o decir nada, porque Sara estaba con sus primas, dando visos de un futuro socialmente agradable y Miguel, por su parte, sembraba las semillas del solitario personaje en que se convertirá.

Después de la misa del domingo siguiente, los Martínez volvieron a la capital, con la intención de volver al bello pueblo y a la casa hermosa de esa amable familia y con nuevas amistades. Miguel volvió con un par de visiones y para nosotros quedará la pregunta: ¿sería eso el amor?

IV
Los años fueron pasando y lo que fue de estos niños hubo de cambiar sus vidas y llevarlas por caminos infinitamente diferentes. Con el paso de los días Sara aprendió a bailar, debida y audazmente, y aprendió otras muchas artes, era talentosa; continuó sus estudios y hubo de cambiar alguna que otra vez de escuela. Miguel, por su parte, tomó el gusto de la música y, sobre todo de la literatura, con lo que su imaginación llegó hasta límites impensables; aprendió a escribir y dar rienda a su mundo de fantasía, a su Utopía por medio de palabras, leídas y escritas, y forjó un criterio de mente fría y calculadora, de crítica franca y de soledad y melancolía, día a día descubría en su soledad la salida a todos los problemas, así como su situación de incomprendido dentro de la superficialidad a que recurre el mundo de su época y de sus preguntas sólo quedaban respuestas vacías. Sin embargo, en la mirada de Miguel siempre estuvo fijo el rostro de Sara, que le inspiraba siempre a continuar su viaje intelectual y personal a través de libros y decepciones, de escritos y promesas sin cumplir, de respuestas vagas y regaños por pensar. De Miguel sólo quedaba un vago recuerdo en la mente de Sara, quizá sólo lo recordara y viera, en un rincón de su alma, una mirada curiosa y brillante, de ojos cafés, casi negros, suspendida en su mirar...

De lo que sucedió en estos años, sólo cabe resaltar una que otra vez la Familia Rodríguez de visita en la capital, sin la pequeña Sarita, siempre agradables, los padres de la chica regalaban delicias de su lejana tierra, corteses siempre. De estas visitas Miguel salió a flote como tímido y amable, pero siempre solitario, nostálgico, quizá.

V
En la mente de Miguel sólo hubo una mujer, tras los años que pasaron su timidez impidió mayores acercamientos a otras mujeres, empero hubo muchas que le visitaron en sueños y otras por quienes alguna vez un verso fue escrito. En la vida de Sara muchos pasaron sin mayor gloria que la de intentar llegar al ángel de blanca tez y delgada silueta, muchos fueron los besos dados sin amar y muchas las caricias vanas... eso no era amor.

De música de rock, blues y jazz, de música sinfónica y de tradición, la cabeza de Miguel fue llena, de Goethe y Schiller, de Quevedo y Bécquer, de versos de Benedetti y Neruda, de Amado Nervo y de melodías de hispanoamérica lejana, de una Cuba comunista un ritmo de tres callado, como grabado en un sótano, se nutría su mundo; del de Sara llegaba música ranchera y merengue, salsa y todo aquello de lo que Miguel huia, música bailable y fiestas su oído nutrían. El amor de días grises no fue mutuo, para Miguel eran símbolo de depresiones infinitas; de las estrellas Sara no gustaba, mientras que Miguel deseaba elevarse sobre ellas y verse desde arriba. Sus vidas se hacían distintas y sin embargo, cuando tenía noticias de ella, el corazón de Miguel se aceleraba, iba a su límite y de sus ojos esa imagen resaltaba, la vida era perfecta por el hecho simple de saber que ella aún existía, aunque fuese ella indiferente ante lo que de él oía.

El pueblo y la mujer.

Pueblo indemne e impasible,
que, tras años de dejarte,
me persigues, lentamente,
suplicando no dejarte.

Pueblo blanco, pueblo viejo,
que tras horas de sosiego
despiertas melancolía,
en mi alma imperturbable.

Te recuerdo como antaño,
con tu iglesia destruida
y tu clínica a medio hacer,
con tu falta de progreso.

Evoco tu cielo azul,
tus caminos de herradura
y el reflejo de sus ojos
bajo el blanco de la luna.

Tu sonrisa imperdonable
y tu silueta tan sensual
de sueños colman mi alma
y de tristeza mi vida.

y al fin logro comprender:
en tu mirada, siempre vil,
como bien lo decía Wilde,
reflejado en ti me vi.

Vacío eterno

I
El sol salía y en el viejo casón, que aún conservaba su belleza de cien años, todos despertaban. Los padres iban a misa y la pequeña hija, que por entonces contaba ocho años, dormía plácidamente; en los alrededores sólo pájaros cantaban y vacas bramaban, los potreros de esa fértil tierra eran más verdes y más hermosos con la luz del sol, que tranquilamente se posaba, también, sobre las hojas de los árboles, que daban un aire mágico a la casa con su aroma inolvidable.

Para llegar al pueblo debían caminarse, a lo sumo, unos diez o quince minutos, por un amplio sendero de esos que llaman caminos de herradura, de esos en los que, hoy por hoy, sólo pasan automóviles de tracción en las cuatro ruedas. El camino estaba cubierto por árboles de clima templado, que formaban una sombra perfecta en los días de calor y que, en los de lluvia, servían como un paraguas natural. Había también, por el camino aquel, un par de quebradas cuyo calmante sonido generaba una atmósfera perfecta para salir simplemente a caminar, o para pensar acerca de los rumbos que ha de tomar la vida, para tomar decisiones, y es así como esta historia comienza.

Del pueblo sólo hay que decir que mantiene la belleza de su fundación, que las casas alrededor del parque son las mismas que siempre han estado allí y que lo único que ha cambiado es la Iglesia, restaurada años atrás, en la que los domingos aún salen los señores de sombrero y ruana, de bastón y mula a hablar con sus conocidos y, luego de pasar por la plaza de mercado, se dirigen a la tienda para sentarse a tomar cerveza hasta que, dando tumbos, vuelven a sus casas para pagar a los jornales y tomar onces con sus familias.

II

Esa mañana de Domingo en que el sol brillaba tanto, mientras los padres de la chiquilla llegaban a la Iglesia, una camioneta de verde color se acercaba al pueblo, de sus puertas salieron cuatro personas, dos hombres, una mujer y un niño, de unos ocho años, para la época, vestían impecablemente y se portaron de la manera debida, incluso el niño aquel. Luego de la misa, salieron y saludaron al cura, que parecía conocerlos y se hospedaron a unas calles del parque, en único hotel de la ciudad.

A la hora del almuerzo, el cura ofreció llevar a estos forasteros a su casa y, por demás, hizo extensiva la invitación a la familia Rodríguez, dueños de la casa aquella de belleza centenaria y, además, familia respetada en el pueblito aquél. Con algo de anticipación se presentaron a la casa cural, donde su dueño hizo la debida presentación y hubo cierto espacio de tiempo para darse a conocer; aquí se supo que la familia, venida de la capital, se apellidaba Martínez, que el señor Martínez, padre y jefe de la familia, era un exitoso empresario y que su mujer le ayudaba en el negocio, y, por último, que sus hijos, Daniel y Miguel, estaban estudiando en uno de los que se mostraba uno de los mejores colegios de la lejana capital. De igual modo se supo que la Familia Rodríguez dedicaba sus esfuerzos al campo, algo de ganadería, de agricultura y piscicultura y que la señora trabajaba en asesoría jurídica; que eran además numerosos al interior de la familia y que la pequeña Sara cursaba también sus estudios en la escuela del pueblo.

El almuerzo pasó sin mayores acontecimientos. Pero, en el momento de volver al hotel, el pequeño Miguel fijó su mirada en Sara y vio sus ojos negros y deslumbrantes... De pronto el mundo se desvaneció y sólo ella y él estaban, sentíase él un príncipe azul y veía en ella a su princesa. Se despidieron y, siendo incapaz de decir palabra alguna, el tomó su mano e hizo el ademán de besarla, a la vieja usanza.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Presente (el instante en que no estás)

El tiempo es infinitamente corto para esperarte y sin embargo te espero; sobre todo ahora que no estás, y ahora que jamás llegarás te espero con más paciencia, con más calma y con más tranquilidad. El presente es un regalo que te doy y no recibes, por eso, cuando preguntaste si te amo, preferí callar, porque no has comprendido que mi más grande regalo, mi tiempo, ya te fue dado.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Tercer centenario

El primer día de los trescientos nación con la mañana gris y triste del suelo estéril en que había permanecido ya los siglos anteriores: todo estaba igual y sólo el tiempo pasaba. De los recuerdos del tiempo no vivido ahora quedaban sólo los lamentos y los repasos de historias jamás contadas a personas existentes, ecos del pasado que volvían en relojes desenvueltos y escurridizos como cuadros de Dalí. Surrealismo increíblemente falso de versos sin sentido de pertenencia a una mujer ya ida en recuerdos de café. 

Trescientos años de estar solo en este mundo sin lugar. Trescientos años de experimentar con la Utopía momentos no vividos, pero vivamente recordados, siempre en sueños e irrealidades generadas por el pensamiento; trescientos años de un campesino llorando por su tierra abandonada por los dioses y de mujeres de montaña en versos de un maestro enamorado y, sin saber si es verdad, con deseos de venganza, o quizá de pusilánime confesión... El tiempo pasó en relojes áureos y argentados de son de salsa y rock de Coldplay y aires de guitarra, tiple y bandola, siempre ocultos bajo la mirada de aquel hombre sin lugar, del tiempo, que no miente jamás...

Trescientos años no vividos terminaban ya... y sólo quedaba esa elegante dama gris a quien llaman Soledad.

viernes, 3 de diciembre de 2010

De guitarra, tiple y bandola.

El sonido del bambuco despertó al día, estaba nublado. El hombre se levantó y tomó la guitarra; calentaba los dedos con gran paciencia y luego tocaba algo de Gentil Montaña, era virtuoso. No importaba a sus dedos lo que por su mente pasaba, pero sentía, en cada nota, en cada acorde y cada punteo cómo distorsionaban las cuerdas, mal pisados los trastes, y cómo los armónicos fallaban. Con el primer sorbo de café, su mente disvarió un poco más y el lejano sonido de la bandola se acercaba a sus oídos. Ruidos de bambuco y joropo, de pasillo y vals, de música de tuna y ritmos afines a la música de Colombia, de cuerdas no sinfónicas, le llegaban. trémolos eternos hacían un recorrido en su mente de antioqueñitas y campesinas santandereanas, de luna roja que saliendo va del llano, de veinte años que se fueron y no volverán más. Pensamientos de voces de bandola en brisas de Pamplonita le llegaban y sus dedos torpes, otra vez sobre la guitarra, no atinaban... no atinaban al bello timbre de la bandola que por su mente pasaban. Desesperaba intentando tocar como otrora lo hiciera y la guitarra no daba espera para ser tocada, pero no tenía el talento, eso pensaba...

Buscaba en su memoria la técnica adecuada y, por casualidad, se posó un tiple sobre su mirada; recordó las clases que recibiera de su abuelo a la corta edad de cinco años, y sobre él se posaron sus manos. El tiple sonó... y lo hizo de manera tan hermosa que ya callaban bandola y guitarra y detrás de la música de Gentil Montaña salían, aflorando, Silva y Villalba tocando Negrita, cuyo ritmo se fue apagando y del silencio nació un ritmo de pasillo, dos rasgueos abajo y uno arriba y entonces sonó la Esperanza, y en la mente de aquel músico sonó el pasillo despertando en él el título, en música de guitarra, tiple y bandola.