miércoles, 23 de marzo de 2011

Gris

Saliste en la mañana y viste que el cielo estaba de color gris. Hacía frío e ibas tarde a ninguna parte, siempre caminando rápidamente, con la chaqueta abrigándote y pensando que días como los de hoy no son aptos para la existencia.

Caminaste a través del andén, gris también, y escuchaste el ruido de los autos, de los buses y las personas, mientras veías la pálida luz del sol posarse sobre las tejas y las esquinas de las cornisas de los edificios, dando un viso de aburrimiento a los pájaros, copetones y palomas, haciendo que el gris-óleo de sus alas se hiciese más evidente. Te diste cuenta de que tenías un dejo de tristeza que se acrecentaba a medida que pasabas en medio de gente que trabaja o estudia, o no hace nada y que toma café, mucho café, que es calentado en olletas y en grecas que también son de color gris; de que tu melancolía se tornaba insoportable a medida que veías el blanco y negro, componentes esenciales de ese odioso color gris, de tu reloj, cuyas grises manecillas que brillan con la luz hedionda del sol, van pasando lentamente en un continuo tic-tac que se alarga y se acorta con la profundidad de tu mirada posada sobre el gris de las plazas y los parques, de los cementerios y, en general, la ciudad, todo ese mundo que has estado recogiendo desde que saliste de tu casa, tomaste las blancas sábanas y tendiste tu cama, viendo que el cielo se teñía de gris, junto con tu ánimo y tus ganas de vivir. Después te diste un baño, mirando el pálido color de la pintura, de las losetas y las baldosas, y fuiste sintiendo cómo tu ánimo se transmutaba en una mirada fría y distante, como el día que empezaba; saliste y tomaste un té, recuerda que el café te recuerda la rutina, que, curiosidades de la vida, asocias siempre con el color gris en que se tornan las miradas de la gente que no te ve al caminar, que te ignora y que, incluso, te insulta cuando tropiezan contra ti.

Entraste después a la iglesia, buscando algo de paz mental, de tranquilidad, o de emoción, te sentaste en la banca de madera de color café y escuchaste, a la luz de las pocas bombillas blancas, como las del hospital, lo que decía la homilía, sin embargo, no obtuviste nada, no tenía sentido repetir con otras palabras lo que dice el evangelio; y así se hizo evidente que todo se tornaba gris a medida que avanzabas por el centro de la nave en que se ubican las bancas, con ansias de salir.

Estando, una vez más en la calle, oíste las tristes notas del hombre del saxofón, plateado y gastado y viste en su estuche las grises monedas; caminaste hasta la plaza por la calle gris y, mientras avanzaste hacia tu destino inmediato, viste a la gente tornarse gris. Así, viste que también tu eras gris, de forma que sólo dejaste de vivir.

martes, 22 de marzo de 2011

Leviathan

Su manía eran las personas, sin importar su condición, aspecto físico o ideología. Cada día transcurría en un constante ir y venir por la ciudad, fotografiando transeúntes; cada hora eran cien fotos, diez, una, ninguna, miles, millones de imágenes de hombres y mujeres que llegaban y se iban del lugar en que siempre se sentaba con su cámara a observar. Enfermiza pasión.

Su obsesión fue tornándose en locura, y en tratándose de sus fotos, de sus rostros fotografiados, las paredes tornáronse multicolor, de piedra volviéronse papel, las alfombras convirtiéronse en un inmenso collage, una inmensa cara compuesta de ojos, orejas, cabellos, narices y bocas, de gafas y parches que conformaban el rostro de un hombre, ¿o mujer? No importaba, sólo era menester que se llamase Leviathan.

Los rostros le aburrieron y entonces decidió dotar su obra de un cuerpo, puesto que un hombre no es tal sin un cuerpo. Y fue así como más rostros conformaron brazos, piernas y tronco, para dar a Leviathan un aspecto de hombre real. EL fotógrafo veía su obra con ternura e impresión, sus ojos compuestos de ojos, su rostro y su cuerpo de rostros. Sin embargo, algo hacía falta en su obra, pues Leviathan debía ser real, no sólo una obra visual... No sólo una imagen más, debía sobrepasar las fronteras del arte y ser la vida misma. ¿Cómo lograrlo?

No hubo respuesta alguna, sólo un intento desesperado de dotar de vida al ser extraño, a la obra magna del artista. Tomar la daga y esperar la noche. Tener paciencia, oír los pasos, hacer silencio, acercarse y tapar su boca. Acercarlo y sentir el suspiro último, mientras la sangre sale de su cuerpo para caer en el horrible balde de metal descolorido, oxidado. Si, eso es, ¡vive hijo mío, vive Leviathan! No te mueves, hijo mío, ¿qué te pasa? Ya lo sé, necesitas cuerpo, un cuerpo hecho de cuerpos.

Orejas hechas de orejas, ojos hechos de ojos, brazos de brazos, cuerpo de cuerpos. Un cerebro gigantesco, todo bien acomodado y más sangre. Lo sobrante en reserva, se puede lastimar.

El hombre se posó sobre su obra. Abre los ojos Leviathan. Pero no despertó su obra perfecta, le hacía falta un alma. Toma mi alma, hijo mío, y despierta, haz de tu hogar el mundo. Leviathan despertó, llevándose consigo el alma de los seres muertos y de aquel que le creó. Tomó sus pensamientos y sus dones, sus macabros excesos, sus sueños e ilusiones, sus vidas, y así se mantuvo por toda la eternidad, perfecto, como una comunidad., como un Estado, siendo un hombre hecho de hombres.

lunes, 14 de marzo de 2011

Instante de miseria emocional

¿Lo recuerdas? Estábamos allí los dos, tomábas un café, yo prendía un cigarrillo. Hablábamos del mundo y sus histerias, del reencuentro tan esperado, de tus manos y tus pies, dignos de ser tocados, de ser instrumento para llegar al alma del desesperado con música de jazz, con cisnes y cascanueces y otros tantos ritmos que acostumbras a bailar.

Recuerdo también que pensaba en versos de Benedetti, "mi estrategia es, en cambio, más simple y más profunda. Mi estrategia es que un día, no sé cuándo, ni sé con qué pretexto, por fin me necesites", mientras me contabas que estabas triste, que te había dejado, que le extrañabas. Yo sentía que era falso, que me necesitabas, si no no hubiese habido razón para tu llamada. Mi emoción se perdía en las miles de líneas con que el humo perdía su forma, siempre tranquilo, siempre atento, vigilando cada uno de tus movimientos.

Me despierto en las noches con ese, tu recuerdo de ojos de ébano triste, ausente, con la mirada tan tuya, perdida en el horizonte de los sufrimientos y las decepciones que debes pasar; a mi no me interesa eso, importas tu y que yo ya no te tenga, aunque nunca te haya tenido. El amor, el amor explota amada mía y se pierde en la eterna noche de mis pensamientos, como una gota que cae al mar, como la hoja que cae en las tardes de otoño, un otoño infernal del que tu haces parte, al que quiero regresar.

Me dijiste que esperara, que cerrara los ojos un instante, luego me besaste y entonces sentí tus labios càlidos, luego tibios, después fríos, como el viento que soplaba haciendo volar mi cabello, llevándolo con él... Era el viento, tu lo saludabas y las lágrimas perdidas en tu cara se volvían hacia tus labios, esbozando una sonrisa que fue más una burla que tu me preparabas; mi corazón se rompía, el amor explotaba en el vuelo de mil cuervos que, silentes, esperaron en mi cama, allí, en la cabecera, diciendo "nunca más, nunca más".

Cada vez que lo pienso más te odio, describo tu mirada y me doy cuenta de cada una de las cosas graves que pasaron esa vez con ese café. La ciudad se desdibuja para revelarme esa mirada ausente, que se fija en él, siempre presente, siempre atento, cruzásdose en tu camino y en el mío; una risa inesperada que despierta tus sentidos y a los míos, adormecidos, se les pasa y les esconde ocultando la verdad. Allí está él, ahí lo veo, nunca te dejó, jugaron los dos conmigo.

Mujer, eres perversa, de movimientos fríos, calculados, de señales escondidas y de inventos inesperados. Tu lo hiciste, lo planeaste, mi tristeza es regocijo para toda tu alegría. Te odio, adiós. Tu estrategia fue más simple y más profunda, yo si te necesito.

sábado, 12 de marzo de 2011

Sin poder escribir

El tiempo pasaba tan lento como el crecer de la hierba en la mañana del sol oriental, naciente; el escritor observaba la ventana con la esperanza de hallar, allí en ningún lugar, la idea que cambiaría ese triste destino en que estaba sumido, sumiso al arbitrio de la inspiración, de la palabra inexistente sobre el papel, al silencio desesperado del mundo que yacía vivo, pero inerte, carente de imágenes capaces de ser concretadas en una idea original, en una ilusión utópica. La ventana mostraba una pareja que caminaba tomada de la mano. Reían y hablaban, luego volvían a reír. El escritor tomaba su pluma y daba unos trazos que teñían de azul, rojo o negro el papel y que transmutaban en borrones, manchas de corrector o simples tachones, manchas informes de tinta que da vida a las palabras y que así mismo las acaban. Desesperación. Gritos ahogados y marcas de dientes en los puños aparecían constantemente, mientras la mirada distante y las pupilas fijas en ninguna parte se perdían en la inmensidad del mundo que afuera estaba, vacío, solo.

La pareja seguía su camino con la misma expresión sonriente. Quizá un poema estuviese recitando el hombre que la lleva de la mano, porque sus manos se mueven con tal gracia que los ojos de ella alumbran, como el sol a medio día, y su melena es acariciada por el viento, sus besos llevados por la emoción y la euforia de ser amada como nunca, hacia sus labios, esos labios que parecen únicos. De pronto, al escritor no le interesa si las letras fluyen para formar palabras, le interesa ese amor e indaga sobre él. Quizá un amor a lo Kundera sea aquella realidad, o un prohibido amor de Sthendal parezca aquella escena de sutil felicidad, de alegría infinita... Y luego están Bioy Casares y Vargas Llosa, también está Benedetti, todas imágenes horribles sobre lo que puede ser o será en algún momento si me mira un poco a la realidad. El recuerdo de Paulina, de la tarde enamorada, una posibilidad; Lucrecia y Fonchito, y también Narciso, hermano de don Rigoberto, la imagen del terror, del amor perdido que se ve tan evidente que no permite pensar, sólo soñar, la vida es sueño, soñar la realidad, ahora pesadilla de amar y dejar de estar allí, sintiendo que se esfuma...

La pareja sale de la línea de visión, felices se alejan, se pierden, se van, quizá nunca más habrán de pasar. El escritor se levanta y da una vuelta alrededor de la habitación: ¿habré dejado de amar?, la pregunta tiene espera, segundo que pasan, para contestar, quizá nunca pude amar y la vida se va, la razón del no escribir debe estar en no sentir ese aprecio, ahora amar, la vida que ha elegido ya. Estar sin poder escribir no es más que perder la ilusión de soñar, de vivir, de amar y volar por un mundo de ilusiones, sensaciones sin cesar que llegan cada mañana, vestidas de realidad.

domingo, 6 de marzo de 2011

Visita...

...a: E.V.S. por acordarse de mi...


La tarde alumbró mis pupilas, como la luz repasa la obscuridad, a tu vista de contraluz sobre el horizonte que se extiende como un espejo de mis tristezas y mis alegrías, así como tu sonrisa que aparecía inmácula y más brillante que el mismo sol de invierno bogotano en que estaba yo sentado mientras te acercabas.

Esa tarde fue de helado y árboles, de mandarinas y del arequipe que no te gusta, y el mango que no sabe a nada porque es de mango y de chocolate con trozos de hielo. El brillo de mis ojos se hizo más evidente a medida que me acercaba y se vislumbraban tus pómulos rojos y tu cabellera rizada ya café. Te besé la mejilla y allí seguía tu sonrisa y tu divertida voz, con la que saludas a todos y despiertas su esperanza; era Febrero y el tiempo no pasaba, finalmente porque estábamos allí y la vida no importaba y sólo importaba el cruce de palabras y la casa de Andrés que estaba cerca, pero entonces cambiamos el rumbo porque no conocíamos la ciudad y nos fuimos lejos, tan lejos, que casi llegamos a tu casa que está en el otro extremo, y llegamos al parque de la biblioteca que  se extiende como el laberinto del fin del mundo en un océano de cien años. Allí estaba Günter Grass, sentado con sus eternos tres años de Óscar, con su tambor de hojalata... Una historia de la abuela que esconde al pirómano en sus faldas de mil años de minutos y de tardes grises con tintes de un anaranjado color. Sacaste un libro.

Luego, caminamos eternamente hasta el centro y vimos entonces las nubes y tomamos una cerveza, un café, un helado, lo que quieras, claro que tu hipoglicemia te la pasas por alto y entonces no importa nada más que ese viaje al otro lado del país y el paso al país vecino por el río que se ve distante desde esta selva de concreto. No importa, después de todo cada que hablamos pasan años de tortuga y silencios disparados por frases de nieve y viento que lleva hojas que simplemente caen, sin más magia que haber tenido un recorrido por entre las ramas y los mundos, allá donde envejecen las amapolas y despiertan las adormideras a los que no sueñan, a los que olvidan...

Después recordamos el olvido con que soñamos, hombre y mujer que no se pierden del pensamiento, que permanecen como un fallido intento de escapar y cambiar la realidad. Tu secreto del parecido entre aquel y yo, la similitud y la ternura de ellas dos, la curiosidad de amar y ser amado, y de no olvidar. El vivir siempre tomado de tu mano para pasar las calles y ver en los semáforos una experiencia más allá de todo sentido racional, de toda experiencia empírica. Luego están la estima y la amistad, tu y yo sentados tomando un café y un granizado, de comer gelatina y seguir charlando hasta que la vida vuelva a ser real y deba regresar.

Adiós amiga, también te quiero, espero volvernos a encontrar.

sábado, 5 de marzo de 2011

Encuentro

Amor, despierta. No estoy. Pero te escucho. Escuchas el recuerdo. Te siento vivo. Estoy muerto. No estás. Estoy, te siento. No vuelvas. Me presento. Desaparece. Te encuentro, porque, finalmente, la vida no la decides tu, ni yo la escojo; simplemente nos trae a ti y a mi, a vivir del amor...

Adiós hombre desconocido. Adiós, siempre amada, te dejo porque la vida me lleva a otros horizontes.
(Después ella muere a manos de el)

Monaguillo

Y no importa cuánto digas, porque al final nunca tendrás la razón, decía, mientras sus palabras salían de su boca como las piedras cayendo de la montaña en medio del terremoto. Yo simplemente escuchaba, igual no tenía ni tendré otra opción, debía aguantar cuanto insulto, cuanta algazara se cruzara, porque, finalmente, ¿hasta qué punto puede alguien tener razón llevando la contraria?

No importa cuánto pienses ni cuánto leas, porque nunca llegarás a superar la experiencia que da la vida. Decía como recitando un sermón en misa de seis el domingo, mientras yo sólo podía callar, porque, finalmente, ¿qué puedo yo saber de la vida siendo ecléctico y escéptico? Nada, no hay nada que pueda yo saber negando la verdad de Dios, pensando que quizá él eche los dados y no se preocupe de lo que pueda salir, de la suerte que debemos formar, porque no tenemos el conocimiento suficiente para correr... Correr como corre el tiempo, lento, inalcanzable entre tanta alharaca, tanta envidia y tanta insolencia con que se habla de la tan hermosa ciencia que el pensamiento puede dar... Nada importa, nada queda, nada vale... Por eso callo, pero no escucho que me llamas con voz de fuego que quema invernaderos, mujer de treinta grados y dieciocho años de añejamiento, de alcohol etílico sin procesar, sin probar...

Yo te veo y nada importa, ni la confesión, ni la magia, ni la vida. Ni siquiera, aún, la espera que lleva a la verdad, a ese conocimiento de eterno alquimista, Nicolás Flamel en su libro de imágenes extrañas no se compara a la belleza que te aclama, que te espera en ese jardín del edén del que hacemos parte después del primer beso.

Nada importa.

Y te digo que no importa porque están equivocados, porque, ¿qué carajo es la vida, sino un mero recorrido que a ninguna parte lleva? Callas. Callas y entonces siento que te esparces con el viento, le delegas tu silencio que se acomoda en lo más hondo de mi conciencia loca, loca de ti que no esperas y te vas con el hombre que juega fútbol y que te preña por no protegerse. Y tu feliz... Tan feliz que me toca volver al maldito púlpito del Dios caído en desgracia de falta de fe, fe de católicos y judíos, de protestantes interesados en el dinero que fluye como un río, río tumulutoso, repleto de rápidos y remolinos, de desgracia y falso éxito; competencia desleal. Ya nada importa, porque, después del tiempo, te levantas y sales del púlpito, mientras yo, pobre monaguillo, veo la cara feliz del padre y en silencio te deseo...

martes, 1 de marzo de 2011

La decepción del escritor

Libros y letras, letras y libros, palabras, escrituras extrañas, garabatos, curvas, líneas, frases, enunciados, oraciones sin sentido, o de sentido confuso, apartado de la realidad. Cuentos, novelas, fábulas e historias que pierden tu tiempo y el mío, que pierden la vida y la sumen en la peor de las realidades: el sueño, sueño de ti y de mi debajo de un árbol, besándonos, diciéndonos cosas tiernas, hermosas...

Carboncillo, tinta china, tinta ordinaria y pergamino, papel, periódicos en que dibujo y desdibujo mi realidad, mi yo y mi otro yo, el alter ego que aparece venciendo sus temores, confrontando sus decisiones, olvidando sus sentimientos, logrando sus metas. Frases de otros que mencionan tu vida y la mía, y la de otros miles y millones que leen a los inmortales, a los perdidos en las bibliotecas y a los que aparecen en las noticias. Opiniones y discursos que a nada llevan porque cada quien pretende imponer su criterio y no escucha, o escucha para sentirse bien, para satisfacer esa razón instrumental con que suelen moverse los individuos por los caminos de la vida, tan difíciles de andar.

Principios, nudos y desenlaces de reales historias que plasmas en papel para complacerla y recibir una bofetada, o, peor aún, la indiferencia de ser leído y no expresar nada, no generar nada más que verte pasar en la calle y que ni siquiera saludes.