viernes, 3 de junio de 2011

Sueños literarios

El salón estaba lleno y sentíase en el ambiente un aura de fiesta y de alegría, característica de las reuniones del caserón antiguo y reconstruido del que era dueña Asunción. En medio de la fiesta movíanse siluetas al son de la música, del sonido de trompetas y de cuerdas que formaban valses tan hermosos como los versos recitados por el célebre poeta que en la esquina se encontraba, rodeado de personas que, más que interesadas en sus letras, se sentaban a su lado para simular interés, para lograr prendar a alguna señorita descuidada con falso conocimiento. Del otro lado, Asunción recibía a los invitados de honor, entre quienes estaba un tal Harry Haller, hombre de bastón, ceño fruncido, algo viejo, que hablaba ampliamente sobre mitología oriental; también entró, momentos después, un médico apuesto, de nombre Tomás, acompañado de su esposa, que llevaba un libro bajo el brazo, Ana Karenina de Tolstoi, su nombre, Teresa. Otros tantos entraron, personajes conocidos, Óscar, el enano percusionista, con su banda de jazz; el ciclista de San Juan, el memorioso Funes; todos ilustres personajes que fueron acomodándose en el salón, deslumbrando a los asistentes con su sapiencia, su experiencia, su humor.

Un hombre de traje negro se sentó al lado del gran Borges, que veía como ausente a la gente del salón, el hombre lo saludó como cuando se encuentra a un viejo amigo, a un gran amigo, y él le devolvió el saludo con mágico gesto; después le dio una carta y se acercaron al bufé. Mientras todos hablaban, bailaban, reían, yo estaba sentado mirando al gran maestro con el hombre extraño, pensando en su identidad y en la hermosa Asunción, que ahora tomaba un bocadillo de la bandeja que el hombre de negro le ofrecía. Vi a Tomás coquetear con la pintora Sabina, que danzaba como en un teatro, mientras la mirada de Teresa se perdía en sueños de inmóviles amores desesperados e infieles; sentí su dolor un instante, sintiendo la pesadez gigante de la vida sin amor, del amor no correspondido y de la mirada de Asunción, que estiraba su mano para despedir a Haller, quien, al compás del tambor de hojalata de Óscar, se alejaba; su rostro me dio impresión de lobo de las estepas, de naturaleza doble y gran dolor, como el que se siente al sentirse excluido.

Empecé a notar que la gente se alejaba y no se sentaba a mi lado, cosa comprensible si se tiene en cuenta que quienes allí estaban serán siempre los maestros, inmortales tan livianos que no importa ya su ser. Empero, aun cuando allí estuviesen ellos, sólo yo estaba solo, cabizbajo, en silencioso sufrir. Asunción pasaba de un salón al otro, de una esquina al medio, siempre hablando, siempre hermosa, perfecta. Sentí el vacío de no querer estar donde se debe y comprendí a Herman Hesse, entendí al hombre solitario y reprimido que envió la carta días antes para no obligarse a ir. A medida que el tiempo pasaba y el péndulo iba de un lado a otro, en eterno vaivén, me di cuenta de que sobraba, no me sentía bien; un calor sofocante llegó hasta el fondo de mis entrañas, mientras en mi mente se formaban imágenes de golpes y martillos, de insultos y discusiones en tonos altos en las que salía vapuleado, humillado. Mi paciencia se iba agotando y no resistía otro segundo intentando entablar conversaciones que no llevaban a algún lado, que yo mismo terminaba por ser demasiado preciso, como se me ha enseñado. Decidí entonces partir, volver a la soledad que me caracteriza, a pensar largamente en amores deseados, a mirar hacia el techo en noches de insomnio. Me levanté de la silla y fui por mi paraguas, que estaba en el cuarto cercano a la puerta de entrada, mientras pedía el favor al hombre de la puerta de alcanzarlo, pero, cuando iba a recibirlo, el hombre del traje negro me pidió el favor de quedarme un rato más, mientras extendía su mano y recibía el paraguas por mi, para devolverlo.

Avanzamos hacia la mesa del bufé, él tomó dos platos y me preguntó si alguna vez había comido algunos de los platos allí servidos, esperó mi respuesta y me hizo algunas recomendaciones, mientras tomaba un par de copas de vino tinto y se sentaba, invitándome a seguir. Al presentarse simplemente me dijo que su nombre era Adolfo, que a veces escribía y que, en efecto, conocía a Borges hace mucho. Me dijo que no me preocupara, que me veía tenso, que leía mi mirada, que me veía sufrir, teniéndome a mi por causa. Un frío se apoderó de mi cuerpo, mi corazón vibraba por salirse de mi cuerpo y mi mirada se perdía en el rostro del hombre de negro, de Adolfo, el amigo de Borges. Vimos a Asunción salir con un hombre de mala fama, con la sonrisa tan tierna como el algodón norteamericano, se perdió entre las parejas que danzan y luego... se escuchó la puerta del segundo piso cerrándose y la risa cómplice de la mucama, mi mirada ennegreció atormentada por la imaginación, las miradas de Teresa y el sonido del tambor acompañaban mi dolor...

Me miró en silencio y sentí, como suele sucederme, esa sensación horrible de no saber qué decir, de rehuir la conversación mientras quiero iniciarla, el temor de decir algo que no guste, o de decirlo con la intención de hacerme echar, de morir fusilado por palabras que hacen sangrar; sentí el miedo de estar solo entre la multitud y, tal vez, Borges se dio cuenta, porque se acercó y le dijo algo, en voz muy baja, a Adolfo porque se acercó y le dijo algo, en voz muy baja, a Adolfo, que empezó a comentar acerca de un nuevo libro en que estaba trabajando. Me dijo que la historia iba a ser de un fotógrafo que encuentra una familia con la que tiene unas aventuras bastante extrañas, pero que no era eso lo importante. Que con el tiempo la hija y el hombre se enamoraban, pero que no sabía el final, que en eso estaba; en el punto en el que él no sabía qué hacer, así como me veía a mi en ese momento, identificaba a su personaje conmigo y esperaba mi respuesta. Mil cosas se me pasaron por la cabeza, desde el idílico final en que todos son felices, hasta aquel en que nada importa, el hombre se olvida de ella y la vida continúa. Empero, propuse que el hombre no fuese capaz de decir las cosas a tiempo y por eso perdiera al amor de su vida. El hombre pensó sus palabras y dijo que así sería, que ese sería el final para su historia.

Borges escuchaba atentamente y entonces me dijo que Adolfo era un gran escritor, admirable en todo aspecto y con un libro muy interesante sobre lo que sucedía en un manicomio, de título "Dormir al Sol". Recordé entonces ese título, vi al relojero Lucio Bordenave convertido en perro y llegando con un manuscrito a casa del hombre aquel que desconcertado las recoge y las lee, para descubrir, quizá, que las hojas tienen razón.

En ese momento desperté, me di cuenta de que todo había sido un sueño y yo no soy más que un par de líneas que escribe un tonto soñador.