viernes, 14 de septiembre de 2012

Somnus (o la muerte del soñador)

Fue extraño verlo allí, sobre una camilla, con su rostro azul, vistiendo una bata de las que siempre odió, esas de hospital, de color azul como su rostro; aunque, debo confesarlo, no me extrañó en lo absoluto ver sus ojos desorbitados; siempre se lo habían dicho, tenía los ojos muertos y por eso le temían.

Al recibir la llamada, pensé en cualquier cosa, menos en una voz tan lúgubre como pasos en una iglesia vacía preguntando si lo conocía. Tuve que esperar a que insistieran en la pregunta para contestar: jamás me acostumbraría a su nombre, al del documento; para mí siempre sería Somnus. Contesté que, en efecto, le conocía, sin tacto alguno me dijeron que llamaban de la morgue, tendría que ir a hacer el reconocimiento del cadáver...

Salí, con apuro, sin arreglarme, tomé el primer taxi que paró, subí sin siquiera saludar y recibí un descortés, ¿pero qué?, ni que alguien se le hubiera muerto... Usted no sabe, señor, dije con algo de enojo, usted no sabe nada, ojalá sepa llegar a la morgue. El tipo palideció y el brillo de malicia en sus ojos se desvaneció, su gesto pasó de macabro a triste, agachó un poco la cabeza, como viendo entre el timón y dijo, sí, voy a apurarle para ver si llegamos pronto. En medio del ruido del motor descompensado y el aire enrarecido por las ventanas cerradas, el frío y la lluvia, recordaba las conversaciones con Somnus, las tardes tomados de las manos, dando vueltas, mientras él me hacía pensar en las caras de la gente, que miraba extrañada; su forma tímida de acercarse a mis labios y el calor de sus abrazos, las caricias torpes y su manía de disculparse a cada momento por su falta de tacto para ejercer de vivo, como solía decir. Con cada curva brusca resultaba en un extremo de la silla raída y vieja, y mi mente saltaba a sus escritos, a su forma de ver la vida, siempre en los detalles más insignificantes, a sus silencios de horas y a su contradictoria desesperación, nacida de su falta de interés por salir a hacer cosas cotidianas y su tedio producido por su incapacidad de mantenerse quieto.

Ya llegamos, dijo el hombre con voz callada. Desperté de mi letargo, miré al tipo con algo de sorpresa y recordé qué estaba haciendo. Pagué, salí del auto y me dirigí hacia el edificio, que parecía un manicomio, pregunté por el nombre que me habían dado y me hicieron seguir a través de algunos pasillos y una escalera, hasta llegar a una especie de cámara en la que hacía un frío de espanto. Allí estaba el hombre que me había llamado, lo supe al escuchar su voz, ahora más jovial, pero no por eso menos lúgubre y sombría, acercó a mi presencia una camilla tapada con una manta plástica de color azul, que procedió a quitar, mientras me contaba que esa semana había poco trabajo y que se aburría, así que jugaban dominó con el portero y salía a fumar, porque el frío se siente más cuando no se labora.

Allí estaba, en efecto, el cuerpo que habitaba Somnus. Sentí ganas de abrazarlo, de besarlo y de gritar, pero a él no le habría gustado, así que me limité a llenar el formulario y a mirarlo: esta vez sería la última. Antes de despedirme y volver a casa, el hombre me preguntó si quería saber de qué había muerto. No, contesté, yo ya sé de qué murió; el hombre, inquietado, me miró a los ojos y preguntó: 

-¿Ah, sí? ¿Y de qué murió?
-Él era un soñador, murió por exceso de realidad.

lunes, 3 de septiembre de 2012

-¿Por qué se ríe tanto?
-Porque olvidó cómo llorar.