miércoles, 7 de abril de 2010

Romance de una tarde de lluvia

La lluvia bajaba por las canales y se veían los chorros caer hacia el andén... llovía por primera vez en mucho tiempo. El sol había desaparecido a medio día y lo despidió una nube gris, casi negra que avanzaba lentamente sobre la ciudad; mientras tanto, un personaje de apariencia común: jeans azules, buzo negro, converse rojas, miraba a una muchacha pasar, la más hermosa del mundo, pensaba. Y lo era, lo era tanto, que la nube gris había estado siguiendo su aroma y por eso ahora se encontraba sobre ella, lo era tanto, que la tarde había pasado desapercibida para todos, exceptuando a nuestro personaje, lo era tanto... que él permaneció en silencio y sus pensamientos cesaron, y sólo podía mirarla.

La muchacha siguió su camino, ignorando, quizá, o quizá no, porque con las mujeres uno nunca sabe, que la miraban, que alguien había detenido su vida por un momento y había vuelto a vivir en su caminar, sin saber que el amor había nacido por una mirada a sus ojos, grandes, con un color entre café y negro, que cambia de acuerdo con su estado de ánimo; sin saber, que alguien cayó perdidamente enamorado por ser ella, y no otra persona, porque quién se enamoró de ella fue un soñador. Y él, que ese día se había levantado con una corazonada extraña, de esas que le dan sólo cuando algo va a pasar, se levantó de la banca, cerró su libro y avanzó hacia ella, sin que ella se percatara, o quizá si lo hiciera, pero lo disimuló, de que la seguía; todo esto, mientras la lluvia caía suave y lentamente sobre la ciudad, que lavaba y purificaba el amor que había nacido y descansaba, porque sabía que ella estaría con la persona indicada.

La muchacha, que pensaba en cualquier cosa, como, por ejemplo, el porqué había llovido ese día y no otro, o... qué libro empezaría a leer, avanzó por la calle hasta entrar en un café, de esos a los que van los poetas de los libros de Kundera, o esos en lo que se ve aún una greca y atiende una señora de avanzada edad, se sentó en una banca, pidió un café, capuccino, por cierto, y sacó un libro, era de Benedetti; segundos después, entró él, se sentó a su lado y empezó a escribir en una pequeña libreta que tenía en su mano al entrar. Pensaba y escribía lo que le diría, la miraba y escribía para ella, sólo para ella, olvidando que allí estaba el rincón al cual nadie accedía, donde guardaba todo aquello que le era importante, toda su historia, escrita de una forma tan bella y tan sutil, que nadie entendería sus palabras, a menos que le conociera; escribía la vida que tendrían juntos, los proyectos que tendrían, los viajes que harían, las sensaciones que sentirían sus cuerpos al tocarse desnudos, se imaginó abrazándola al mirar las estrellas, porque las estrellas siempre habían sido su guía, se pensó feliz, por primera vez en su vida, y se pensó feliz al lado de la mujer que iluminó su mundo en una tarde de lluvia, y así, con la idea de ser feliz, se levantó, avanzó hacia ella y le dijo: ¡Te amo!

Ella lo miró de arriba a abajo, volvió al libro un momento, tomó un poco de café y soltó una carcajada, tan sonora y tan contagiosa, que la señora de avanzada edad, dejó caer la bandeja, los poetas dejaron la discusión, que se empezaba a tornar violenta, los músicos que improvisaban pararon la música y todos, todos los clientes, dejaron sus actividades para reir con ella, para reir con el mundo sin tener una razón, todos, menos ella, que se burlaba del hombre extraño e idiota que le había dicho que la amaba sin conocerla, sin saber que ella es una princesa para quien el amor no existe, que piensa en lo ridículo que resulta el romance, aún más si es con ese sujeto despeinado y vestido humildemente, que a lo mejor todavía es virgen y no sabe de placer... y, simultáneamente, ese muchacho despeinado y vestido humildemente escuchaba, detrás de las risas del café, la voz de Silvio Rodríguez cantando ojalá, y con la mente enviaba su mensaje, el de Silvio, deseando que esa no fuera la verdad; y sintiendo las lágrimas, puras, tibias y saladas caer sobre sus mejillas, salió corriendo, dejando sus cosas en el café, todas, menos su pequeña libreta, y corrió, corrió con todas sus fuerzas, sin pensar, y se sentó bajo el puente, que recibía las gotas, ahora agresivas que caían y ennegrecían el firmamento, y leyó entonces su vida, mientras pensaba en Goethe y se imaginaba como Werther, y se dio cuenta, de que su libro, su vida, eran simplemente una carta de suicidio que se auguraba para una tarde de lluvia torrencial, y decidió entonces seguir su destino: se levantó y corrió al puente, rodeándolo, llegó a la cima de éste y, abrazando su libreta, se lanzó al vacío, que realmente no lo era tanto, porque lo recibió el piso y luego fue aplastado por un auto.

Esa noche, como a eso de las siete, el noticiero hablaba de la muerte de un joven que, desesperado, saltó de un puente y fue arrollado por un auto, y que llevaba una libreta que terminaba con la frase al fin seré feliz.

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