También un final puede
convertirse en un inicio. Mientras veía cómo te alejabas, quizás para siempre,
levanté la cabeza para ver el cielo azul que ahora se me escapaba de las manos,
que se teñía del gris de la tormenta que se acercaba a mí, tras cada paso que
andabas. Llegó un punto en el que apenas distinguía tu silueta y, tratando de
aferrarme a algún recuerdo, me daba cuenta de cómo te borrabas con las gotas
que caían sobre mi cabeza. Después lloré.
Quizás, pensé, debía correr hacia
ti, esperando a que sucediera el milagro de que me amaras; pero decidí partir,
no había más por hacer, jamás volveríamos a ser. Cada recuerdo frenaba mi
caminar, pero debía seguir andando, tal vez hasta encontrarme, quizás hasta
olvidarme de ti.
Así, pasé por las calles viendo
la forma en que cambia la arquitectura de la ciudad, pasé de las casas
republicanas del siglo XIX a los edificios empresariales y a las casas
adaptadas como universidades, hasta desembocar en un montón de casas,
pobremente construidas, con terrazas, que alcanzan la altura de tres o cuatro
pisos.
Tras andar algunos pasos más,
llegué al límite marcado por la autopista, plagada de automóviles saliendo de
la ciudad, y vi la interminable fila de autobuses recogiendo a las personas que
cada fin de semana salen de la ciudad. ¡Qué sorpresa!, allí estabas... Otra vez.
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