lunes, 20 de mayo de 2013

Acercamiento al realismo, primer intento.

Aquel día simplemente dejó de moverse. Estaba muerto. La reacción de los parientes cercanos era tan extraña que, inluso, escuché aquella particular expresión que con los avances de la medicina creía obsoleta: "murió de repente". Los médicos dijeron que murió por causas naturales. También a mí me resultaba extraño, pero no pensaba en decirlo porque me seguían pagando para servir el café y un par de tragos de brandy con leche, para el frío. A medida que llegaba la gente la sala iba poniéndose a reventar, a duras penas podía pasar con la bandeja y distinguir algunos comentarios: "era tan joven", "¡pero si era todo bondad!", "¿qué será de su mujer?", "pasó a mejor vida" y tantos otros que suelen escucharse cuando hay difunto. Después de las despedidas acostumbradas y más de una lágrima falsa, la gente empezó a salir, dejando la sala medio vacía, primero y finalmente con la familia y los que quedábamos del servicio. Un hombre, vestido de pantalón café y una chaqueta de cuero negro, desteñida y gastada, con cara de pocos amigos se acercó, saludó a la familia y luego salió a fumarse un cigarrillo. Una mirada de sorpresa y miedo cubrió la sala, ahora vacía. La señora preguntaba a sus hijas y algún cuñado si le conocían, pero, por los gestos y la oscuridad de las miradas, evidentemente nadie sabía nada. Habiendo terminado mi labor, también salí. Allí estaba el hombre...

Al salir, me preguntó si conocía al patrón, tenía un acento extraño, parecía venezolano. Le contesté, como siempre que me lo preguntan, que era mi primer día de trabajo e hice algún comentario estúpido sobre lo triste de la situación. Al hombre le cayó en gracia, porque subió su cabeza y movió los labios haciendo asomar una sonrisa, mientras despedía una bocanada de humo que se perdía con la noche. Después me dijo que venía a pagar una deuda contraída días atrás con el señor, quién lo había sacado de un gran apuro, hacía exactamente una semana. Traté de recordar qué había sucedido aquella vez:

En la mañana había dicho que devolvería un par de libros en la biblioteca, ubicada en el centro de la ciudad. Desde la casa, la travesía demoraría, a lo sumo, cuarenta minutos, que más de una vez habíamos cronometrado. Debía volver a casa a medio día, por lo cual me encomendó tener la mesa lista para servir el almuerzo tan pronto como llegara. En vista de que ya eran más de la una, la señora de la casa me pidió hacerle una llamada, puesto que, decía ella, me hacía más caso a mi. Me dijo que se demoraría un poco, que por favor no nos preocupáramos y que mandara a pasar a la mesa a quienes estuvieran en la casa. Nadie se preocupó, de vez en cuando solía hacer eso, para salir a dar largos paseos o porque se encontraba con algún conocido e iban a tomar café, cuando no a empinar el codo.

No había pasado nada. El hombre me dijo que de todas formas saldaría su deuda, ya que el patrón tanto le había ayudado, que no podía dejar así las cosas, como si no le importara. Estuve al pendiente, entregó un cheque a la señora y comentó alguna cosa. Ella lo miró perpleja.

Al llegar a casa, escuché la conversación telefónica con el abogado. Decía que no recordaba que él le hubiese dicho algo sobre ayudar a un venezolano perdido en la ciudad. Menos aún que era a cobrar un premio de la lotería, pero que se lo comentaba para el caso en el que entrara como parte de la herencia, a lo cual siguió una pregunta sobre lo que es o debe ser una sociedad conyugal. Me causó curiosidad lo del venezolano...

Esa tarde, al llegar a casa, el patrón había mencionado algo sobre ayudar a un extranjero, que le pareció venezolano, dijo, por el acento. Me contó, porque su esposa no estaba interesada. "La señora no piensa sino en comprarme esas corbatas, después de llenar su arsenal de perfumes y bufandas que no piensa utilizar", decía. Así mismo relató que después de salir de la biblioteca había visto a un hombre pidiendo ayuda, seguramente para buscar una dirección, pero que nadie le prestaba atención, seguramente porque "no llevaba la mejor facha". 

"Como no llevaba más que la vida ente la billetera", siguió contando, "decidí preguntarle qué necesitaba. Resulta que buscaba una oficina de abogados de no muy buen prestigio, como me enteré después". Decía que había comprado "una tombolita de la semanal que hacen aquí en la capital", que su patrón le había enviado supuestamente sus documentos a la asociación venezolana aquí en la capital y que le había ofrecido "treinta milloncitos riales nacionales por el lotecito", pero que la secretaria le había dicho que fuese con los abogados y les pagase cuatro millones para que lo demandara, porque esa valía muchísimo más.

Al ver mi cara de desconcierto el patrón prosiguió su historia explicándome que se refería a una fracción de la lotería que había jugado el día anterior y que, para que pueda ser cobrado, han de presentarse los documentos, razón por la cual, para él, debía demandarse al patrono por la retención de aquéllos.

"Después de eso me pidió el favor de que le preguntara a algún transeúnte si sabía dónde quedaba la famosa oficina, pero se me adelantó, porque él mismo le fue diciendo a una señora que pasaba por allí, si conocía el lugar, a lo cual la señora replicó comentando la dirección en que se encontraba. Luego me dijo a mí que, si tenía algo de tiempo, les acompañara. No tuve problema en hacerlo. Sin embargo, cuando estábamos a unas cuadras de distancia, la señora me hizo caer en cuenta de que no era necesario ir hasta allá, puesto que el premio podía cobrarlo otra persona. Dijo ella, si tienes tiempo, entonces vamos los dos y le colaboramos. Con algo de desconfianza, acepté, finalmente no llevaba plata y, con la pinta que llevaba, difícilmente pensarían que la tenia. Entonces nos pusimos en marcha, no sin antes decirle al señor que este tipo de premios habían de cobrarse en el edificio de la beneficencia de la lotería Capital. El señor ofreció darnos dinero, pero ninguno de los dos aceptó. Yo sentía mucha desconfianza de la señora, puesto que me parecía demasiado amable como para alguien que vive y conoce el centro de la ciudad. En cambio, el señor me parecía, quizás demasiado ingenuo, tal vez por habernos contado que llevaba los cuatro millones de pesos consigo y en efectivo, además de tratar de ofrecernos dinero cada vez que quería saber algo".

Al terminarse la conversación, la señora me llamó y me preguntó si había algo que me hubiese comentado su esposo con relación a un venezolano. Respondí que la semana pasada algo me había comentado, pero que no tenía la mayor importancia, puesto que simplemente había sido un acto de buena voluntad con alguien que estaba en problemas (palabras éstas que aprendí al pie de la letra, tras la conversación con el patrón aquella tarde...). Ella me pidió contarle qué había sucedido y, como no tenía ningún problema con ello, decidí eliminar los detalles que podrían asustarla.

"Al llegar al edificio de la lotería Capital, me entró algo de miedo, porque el billete de lotería podía ser falso. Habíamos llegado al acuerdo de guardar silencio, claramente, acerca de la tenencia del dinero y la fracción de la lotería, mientras no estuviésemos seguros de hablar de ello. Le habíamos pedido al señor que nos dijese a quién se lo había comprado, en caso de que preguntaran, pero en ningún momento se nos ocurrió pedir una gota de hipoclorito, para verificar si era o no falso. El caso es que debía yo presentarme como el ganador del premio, para así poderlo cobrar y luego usaríamos la cuenta de la señora para guardar el dinero, mientras se solucionaba la situación del hombre. Esto no me generaba confianza, pero era preferible a que después me llamaran de Impuestos para hacerme una auditoría.

Al entrar, claramente, me pidieron los papeles, luego verificaron el billete y me entregaron el premio. Fuimos escoltados hasta el banco, donde se depositó y el venezolano nos dijo que nos habría de dar parte a cada uno, por el gran favor que le habíamos hecho. A mí no me importaba, me bastaba con haber ayudado, además de que no me gusta el dinero regalado. La cosa es que él se empecinó en que teníamos una deuda y que, tan pronto como se normalizara la situación, me buscaría para pagarme. Sólo se quedó con mi nombre y creo que no va a aparecer".

Tras haber escuchado la historia, la señora preguntó si no sabía algo más sobre el tema. La verdad era que el patrón vivía muy despreocupado, sobre todo en ese tipo de cosas y del tema no se volvió a hablar. Sin embargo lo había visto algo preocupado...

Tras unos días y algunas visitas del abogado, se dijo que no había problema con aquél dinero, que la historia concordaba con lo que el patrón me había dicho y que, como parte de la herencia que me correspondía, de acuerdo con lo que le había comentado repetidas veces, me darían el dinero que dejó el venezolano. 

Poca cosa me correspondió, más le valía no volver a aparecer al maldito venezolano; bastante problema fue hacer parecer al billete como verdadero. Ya tendría tiempo para cobrarle...

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