martes, 20 de diciembre de 2011

El hombre de la guitarra

Una canción había sido la esperanza que lo impulsó a dejar todo atrás para volver a empezar, una canción suya y un hombre con una libreta, que jugaba a buscar ideas mientras caminaba. Fue él quien lo animó a llevar a cabo su plan de ir y conocer las maravillas de ese mundo que, pensaba por aquel entonces, no había sido hecho para él.

Los primeros días de viaje fueron duros, el hambre y la miseria los acompañaban a cada instante, una guitarra y un par de poemas eran su forma de sobrevivir. Largas horas que se arrastraban, como sus pies sobre el pavimento hacían que cada recuerdo se volviese más sagrado, mejor conservado. Muchas veces se enfrentaron al delirio de regresar, de anhelar lo que voluntariamente habían querido dejar atrás. Pero nunca se abandonaron a la vana esperanza, siempre una sucesión de acordes, una canción, o un par de versos, un poema, los volvía a traer al camino que iban haciendo a cada paso. Las noches, en cambio, eran idilio; la luz de la luna, que los acompañó las más de las veces, hacía que todo valiese la pena, que las imágenes más preciadas, una mujer de ojos negros y tez blanca, delgada, se viera mejor en la mente del músico; una casa tranquila, con cientos de libros y la estufa encendida, calentando el café que llena con su suave aroma la habitación en que duerme el perro sobre la alfombra, se sintiera cercana, para el poeta.

Con el paso de los meses las cosas fueron mejorando. Los clubes nocturnos fueron lugares en los que recibieron acogida, cantando, tocando y recitando. La gente se emocionaba y, de vez en cuando, alguna lágrima salía de los ojos tristes de aquellas mujeres, para después desaparecer tras el maquillaje exagerado que atraía a quienes dejaban algunas monedas sobre el estuche. Otras veces eran recibidos en casa de viejos bohemios de cuerpos desgastados por la soledad y la nostalgia de amores de una noche.

Una vez, luego de algunos años, mientras cantaban al medio día en la plaza de algún pueblo lejano, un hombre decidió contratarlos. Pasaba por allí, se detuvo y esperó a que la muchedumbre se alejara para dejarles algunas monedas. Pero hubo algo que lo mantuvo algo más de tiempo, hasta que los errantes empezaron a empacar sus pocas pertenencias. En ese momento les habló y les ofreció grabar su arte en la capital. Así fue como empezaron los conciertos, los libros, las entrevistas y la fama. Así fue como quedaron atrás las noches de luna y los sueños de conquistar alguna doncella errante, como ellos, por los cruces de caminos. Terminaron, del mismo modo, los días lluviosos y el mendigar un poco de pan y de techo.

Sin embargo, las ilusiones de aquellos días, los recuerdos del alejado pueblo, persistieron y se hicieron más fuertes, a pesar de ser felices, o tristes. Fue así como un día, después de tanto tiempo, decidieron regresar.

El recuerdo de ella era hermosamente triste. Le había hecho la canción más hermosa del mundo, porque era tan suya, que sentía haber dejado en ella su corazón. Aquella tarde se había arreglado y había tomado su guitarra, para acercarse a su balcón y cantarle, luego del crepúsculo, aquella declaración de amor. Estaba seguro de que existiría un futuro a su lado, de tardes sentados en la vieja silla que apuntaba hacia el occidente, punto en el cual verían correr las tardes cuando estuviesen viejos y no hubiese algo más por qué luchar, no hubiesen preocupaciones que afrontar. Ella estaba allí, en la salida del balcón, con sus ojos de ébano brillando como nunca, como siempre lo había imaginado. Ese gesto de amor puro que se presentaba en su rostro le hizo perder el miedo que hacía revolotear las mariposas alojadas en su estómago y cortó de raíz el nudo gordiano que había en su garganta. Fue así como, con la seguridad de amar, se acercó y cantó; sintió que su voz era más poderosa ese día, que era invencible y se entregó a la música. Pero ella ni se inmutó y, al darse cuenta, su corazón se estremeció, el nudo de su garganta le ahorcó y las náuseas se apoderaron de su ser. Sentía ganas de vomitar, sintió un calor infernal invadiendo todo su cuerpo, las manos se pusieron temblorosas y el sudor frío cubrió su cuerpo. Se estaba asfixiando en su propio cuerpo, en su propio amor...

Después de algunos momentos, en que la taquicardia estuvo dominando la situación. Vio cómo el hombre que había sido acusado de causar la ruina del pueblo, y que se jactaba de hacer lo que le venía en gana con todo y con todos, la abrazaba, mientras miraba por la ventana a su hermana de forma grotesca. Con el asco que le producía ese gesto, tragó saliva y procuró controlar su respiración, para evitar vomitar. Se escondió tras los árboles que rodeaban aquella casa y esperó para ver qué sucedía. Desde ese lugar privilegiado, ubicado al lado de la casa y con árboles de grandes ramas, subido a unos metros del suelo, vio cómo el hombre la besaba, cómo ella no tenía problema en verlo, porque, por supuesto ella lo había visto y escuchado, y le sonreía. Después, mientras el hombre se iba y ella regresaba a su casa, al pasar al lado del árbol en el que se encontraba subido, le dijo que no volviera, si no quería salir lastimado por su novio, quien no dudaría en matarlo si lo encontraba haciéndole la corte. En su mente corrió un río de recuerdos en los que vislumbró la verdad: ahora era todo más claro. Tantas veces haciéndolo esperar, tantas cartas ambiguas, tantas historias confusas: ella nunca lo quiso. Sin embargo él la amaba, como a nadie antes había amado.

Decidió abandonar el pueblo, pero dudaba, cuando se encontró con el profesor de la escuela que, como siempre, iba anotando garabatos y palabras en su libreta. Cuando lo vio, como si tras esos lentes que denotaban algo de ceguera a pesar de su corta edad, el profesor le dijo que deberían salir a recorrer el mundo. Había escuchado algunas de sus canciones y le gustaban, y él necesitaba de un compañero para su viaje, la aventura de su vida, decía. Le dijo que lo pensaría y el profesor comentó que al amanecer pasaría por la vieja casona, en la que su abuelo le había regalado su primera guitarra, que hoy llevaba al hombro. Así fue como empezó su viaje.

Después de tantos años, había regresado al lugar del cual jamás había querido acordarse. Luego de pasar por quijotescas aventuras, encontró la cordura en el mismo lugar donde la había dejado, en ese pueblo del pasado del cual había salido con la intención de no volver.

El pueblo estaba tal como lo recordaba. Las viejas casonas con sus grietas y sus fachadas sin pintar, que denotaban gran despreocupación por las apariencias. La gente, algo más vieja, pero siempre igual, la escuela sin terminar, que llegaron con la misión alemana que aspiraba a llevar la civilización a los lugares más recónditos, pero que por causa del clima no pudo más que empezar y luego se perdió, con la esperanza de regresar, alguna vez a tan hermoso lugar. Tras haber recorrido todo el lugar, y sus alrededores, dio con la casa de ella... Una vez más, sintió el peso de la historia y volvieron los recuerdos a tomar vida. Se paró un par de minutos y avanzó, la suerte estaba echada.

Caminó hasta la entrada y allí, en la banca que daba hacia el occidente, estaba ella, mirando el horizonte que él soñaba encontrar en ella, muchos años atrás. Ella, como si lo percibiese, se volteó y buscó su mirada. Sus ojos brillaban y, lentamente, se levantó, se acomodó las vestiduras y caminó hacia él. Lo besó en la mejilla y le preguntó por tantas cosas, que no sabía cómo responder. Hablaron hasta entrada la noche y él se enteró de que aquel hombre de aquella noche, el tipo robusto y calvo que estaría dispuesto a matarlo de ser necesario, según el recuerdo que tenía de las palabras de ella, la había dejado por su hermana y que, desde ese entonces, a pesar de que muchos habían pasado por sus aposentos, no había alguien como él, el hombre de la guitarra y la hermosa canción, que tuviese por ella sentimientos tan puros. Él le comentó que no la había olvidado y que su amor había traspasado las barreras impuestas por el tiempo y la distancia, empero, ella no era la persona de la que él se había enamorado.

Entonces se levantó y salió de la casa, mientras ella se quedaba sentada en la banca que daba al occidente.

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