viernes, 24 de septiembre de 2010

Cuento de Guerra

Cercado, acorralado estaba cuando una venda fue puesta en sus ojos. Escuchó la voz de mando de un hombre que le decía que dijese sus últimas palabras. Pidió un cigarrillo y, luego de que le fue puesto en la boca y era atado de manos a un poste, le dijo a quien se acercó para hacerlo que anotara lo que a continuación diría; su última voluntad sería esa.

Su relato inició así: Mi nombre no lo revelaré, porque no es menester saberlo, pero déjenme decir que muero defendiendo mi causa, la de un hombre que va en contra del pensamiento de la mayoría. 

Nací siendo un hijo de una familia de clase media, de padres que hicieron su mayor esfuerzo por darme una educación buena, procurando lo mejor para mi, luchando por salir adelante ante las condiciones que cada vez eran más duras. Crecí en un ambiente en el que nunca me sentí yo mismo, siendo quien no soy, mirando la forma de las nubes y leyendo, porque, debido a mi timidez natural, jamás fui un hombre de muchos amigos. Mi adolescencia pasó sin mayores esplendores, quizá, alguna vez, un amor imposible y un corazón roto, herida de la que jamás hube de recuperarme. La universidad fue fuente de inspiración y consolidación de mi proyecto de vida, el de ser alguien reconoccido por la sociedad de la que nunca hice parte.

Mi reconocimiento se dio, pero no fue lo que esperaba. Conocí entonces a la segunda razón de mi existencia, una hermosa mujer, de piel morena y ojos cafés, a veces verdes, de delgada contextura y de cabello color marrón. Empecé a disfrutar de mi trabajo, de adorar mi reconocimiento, de sobreponerme a las dificultades. La amaba, mi vida fue ella durante ese período de tiempo, ¿y después? La guerra.

Las bombas sonaban, los disparos se escuchaban por las avenidas y se veían tanques por todas partes. Las sirenas lloraban y gritaban los heridos, escondidos entre las casas derruidas, entre la basura que adornaba el otrora hermoso paisaje de parques y rascacielos, de edificios nuevos y viejas casas. Había sido llamado para entrar al mando de las personas que tratarían de llegar a un acuerdo con todos los que hacían la violencia en aquella ciudad y así fue como logramos hablar con el hombre que estaba a cargo. En ese momento, mlafuria se apoderó de mi cuerpo, al ver que los ojos cafés y verdes de mi esposa estaban ahora blancos, mientras su cabello se teñía de rojo y sus manos hacían señales de piedad; el fusil de aquel hombre todavía echaba humo por el cañón y su cara tenía manchas de sangre: reía. Reía y su cara tenía una mirada tan alegre como su sonrisa, porque en realidad parecía como si aquello le produjera gran satisfacción, sus ojos brillaban como los del joven que por vez primera da su corazón. Mis nervios estaban destrozados y mi corazón roto, esta vez no podría levantarme... Avancé hacia él y, sin tener algo que perder, tomé la navaja que en otro tiempo usara para tallar madera, y le apuñalé una pierna, sus hombres no estaban listos para esto, cosa que me pareción extraña, y fue él mismo quien, después de decirme que para no dejarme vivir en paz, se disparó.

Así fue como terminó esto para el mundo. Las noticias me proclamaban como héroe mientras mi vida perdía su sentido a cada segundo, con cada paso. La sociedad estaba feliz con lo que había hecho mientras yo deseaba que aquel hombre hubiese disparado esa bala contra mi. Luego de muchas conferencias, de una mentira tras otra sobre el amor a la patria y la satisfacción del deber cumplido, huí; porque lo que acababa para el mundo, apenas empezaba para mi.

Y allí estaba yo, en medio de escombros de barrios olvidados por la algarabía de la victoria de un pueblo del que jamás hice parte, decidido a dar un vuelco a todo aquello sobre lo que se asienta esta sociedad. Me armé de fusil y pluma y empecé a dejar volar mis ideas sobre el papel, invitando a los inconformes a unirse por un mundo mejor. Recorrí así, viviendo de la caridad de personas que creían en mi, muchos lugares interesantes, aprendí dialectos de tribus olvidadas, hice curaciones a enfermos desposeídos y hasta canté al amanecer en la playa, con la guitarra aquella que dejara después a un párroco pobre.

Cuando mi armada estuvo conformada por más de mil hombres, decidimos dirigirnos a la capital, donde todo había empezado, para lograr acabar, de una vez por todas, con todo aquello que nos había creado. Asaltamos las tiendas de armas y empezamos a entrenarnos en las artes militares, si son artes este tipo de atrocidades, y así llegamos a este campo de batalla, donde ustedes han de dejar mi cuerpo en esta soleada tarde de verano. Como se han dado cuenta, hemos perdido en la búsqueda de un sueño de cristal, de esos que son tan fáciles de quebrar, pero tan difíciles de construir.

Señores, son ustedes los héroes de la patria, cumplan con su deber de luchar por sus ideales y acabar con esta tortura.

Luego de eso, el hombre cerró los ojos, aunque ellos no pudiesen verlo, botó la colilla del cigarillo, ya acabado, hizo como que miraba al cielo y suspiró. El comandante dio la orden y su cadáver quedó siendo consumido por el polvo.

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