viernes, 17 de julio de 2015

Perséfone

De pronto, el silencio retumba en mis oídos y no veo forma de escapar. Siento el frío invadiendo cada poro, y el olor de tierra mojada se mezcla con el gusto del vino que no termina de añejar. Dentro de mí, voces luchan desesperadamente por escapar, por salir y terminar con la presión de guardar aquel silencio mezclado con sangre y lágrimas, que sigue derramándose sobre la habitación en que solíamos estar.

Un ruido sordo me acompaña en cada paso; debo escapar, pero cada camino que encuentro se encuentra cercado por un guardián: un silencio; unas voces, culpables, que tratan de huir a un más allá; un silencio de sangre y lágrimas, un gusto a vino y el olor a tierra mojada, que se entrelazan y se unen en la más profunda oscuridad: el grito culpable del que debe callar. La muerte. 

Sigue allí, desvanecida, mientras evito pensar, ver su delgado cuerpo de mujer, saberme suyo por un momento de éxtasis que no se repetirá. Una calma insoportable se aproxima como niebla, mientras su figura se esfuma, lentamente, y se funde con esta oscuridad que pronto terminará por consumirme, por volverme ruido sordo y silencio, tierra mojada y vino; voces y silencio, sangre y lágrimas, las mismas que aún alcanzo a ver sobre su rostro cadavérico, sobre sus cuencas vacías, solitarias como quien la mira, como quien la amaba... Como yo, que ahora la pierdo, con cada palabra, con cada silencio.

Su cuerpo, ya putrefacto, se aliviana, se vuelve humo y tiene olor de almendras. No cabe duda de que se va, se pierde en la nada que quedó tras los acordes tristes del piano que alguna vez tocó. Apenas es posible entrever su silueta, que desaparece lentamente entre las palabras calladas de aquellas voces. Sangre y lágrimas se apagan, y gota a gota, crecen la oscuridad y el silencio.

Un negro profundo invade la habitación y ya no es posible verla. Sólo queda el vago recuerdo de su cuerpo desnudo y blanco sobre el piso. El olor a tierra y vino se ha desvanecido con la última de sus miradas tristes, vacías. No hay más ante mí que el fantasma de sus cuencas, su espalda desnuda y blanca. Y su silencio, jamás podré olvidar su silencio.

Aún debo escapar, pero ya no desespero. Una calma insoportable se ha apoderado de este espacio, que descansa como un cementerio. Un silencio apaciguado ha invadido mi cuerpo y sólo me recuesto. No hay más salidas ni parece haber algún escape. Las voces han callado y no queda nada más que esperar.

Entonces, ella vuelve.

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