viernes, 23 de septiembre de 2011

Recompensa

Nadie esperaba que aquella vez callara, esperando la respuesta del contrario, del hombre sentado al final de la sala inmensa en que siempre se llevaban a cabo los concursos de oratoria. Quizá pensaría el mundo que callaba porque no sabía qué contestar, pero el silencio era la mejor arma, como se pudieron dar todos cuenta, cuando los conceptos se confundieron y no hubo quien los aclarara. El silencio ganaba...

Nadie esperó, tampoco, que esa noche bebiera. Todos celebraron el hecho de que tomara copa tras copa, mientras su mirada se fijaba en el vació inmenso que en ese momento era su cabeza... Su mente un laberinto que le perdía entre tanto conocimiento. Una amalgama de sentimientos perdidos y vueltos a encontrar, un fin de semana perdido entre botellas y cigarrillos y, en la salida, entre las paredes que se dibujaban en sus ojos, una sonrisa tan blanca como las nubes en verano.

Cada copa un nuevo rechinar de dientes, una mueca de asco y una voluntad de olvidar como nadie podría sentir; la impaciencia y la agresividad reprimida en el sabor del limón y la sal: tequilas que van y vienen. Nadie esperaría que saliera corriendo a buscarla, ni él, que, tan pronto como lo pensó, cayó desmayado de tanto alcohol en sus venas.

Todo para despertar en un lugar en el que quizá algunos, que no le tienen en buena estima, lo esperarían encontrar: un hospital, con ese olor de asepsia, de batas blancas y vidas abrumadoras. Su silencio no fue ya un arma, pero un escondite pudo ser. Un dolor acallado y un vacío estomacal producto del vómito y la indiferencia, la tristeza existencial.

Nadie pudo esperar que tomara el café para herir al médico y salir corriendo, luego de desayunar con pan y queso para correr tras una ilusión de años atrás, décadas quizá.

Pero, aún más increíble, es que alguien pudiese esperarlo a él, después de tanto tiempo.

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