Para Erika Salamanca…
Y entonces… esa fue la última vez que se vieron. Ella por primera vez dejó de sentirse querida y él por fin pudo dejar todo claro sin decirle una palabra. Sally sabía que algún día tenía que pasar y que sería Alejandro quien tendría el valor de hacerlo, pues ella sufría de aquél síndrome de cobardía y… cada que sentía el valor de despedirlo, se acordaba de todas las historias escritas, de los muebles que un día iban a llenar su casa y de las seguras lágrimas y peleas que vendrían si él se quedaba para siempre con ella. Empero, Sally, con el dolor trasegando su rostro y con la sombra del último beso, medio segundo que jamás fue tan eterno, por el significado que para ella tenía dejar atrás los sueños, las dudas, las ilusiones y las peleas; subió al autobús: Todo terminaba entre ellos.
Desde el día en que se conocieron, hubo entre ellos una chispa, que detonó en la mágica ilusión con que algunos definen al amor. Fueron semanas de regocijo e intensa felicidad, de paseos y salidas, de citas agradables acompañadas, primero de café, luego de cerveza, luego de comida, de besos y caricias por doquier. Días que se perdieron en el inexistente ayer y dieron paso a los conflictos, constantes peleas que hacían que sus ojos ígneos perdiesen su valor, haciendo que saladas gotas brotaran de sus ojos, rompiendo su corazón. Cada pelea un vacío interno que, pensaba, debía superar, debía ser sobrepuesta con la táctica de la indiferencia; su conciencia clamaba por algo de autoestima, por el orgullo que perdía cada día, en cada salida con él. Sin embargo estaba atada, indefensa ante su forma de mirarla, ante sus palabras, siempre precisas, perfectas y dichas con amor; ante su voz de contrabajo, ante su presencia desarreglada y su inteligencia ilustrada, inmaculada. En su mente mil batallas se libraban después de cada desengaño, pero al final, siempre el amor triunfaba y sentíase Sally una Teresa Kunderiana, siempre amante, siempre amada, pero, al final, indefectiblemente engañada.
Una tarde, luego de pensar que el amor triunfaría, Alejandro llamó. Como tantas otras veces, sobre Sally revivieron las historias, los muebles, las ilusiones; su corazón latiendo en un compás de seis octavos y allegretto, andante más bien. Pensó que llegaría el momento en que él decidiría el destino de los dos, puesto que jamás haría cosa diferente a seguir otros pasos, temía hacer su propio camino…
-Hola…
-Hola, ¿cómo estás?
-Bien, ¿y tú?
-Igual…
-Bueno, eso me alegra.
-Ajá.
-Quería decirte que nos viésemos esta tarde, si no tienes algo más que hacer.
-Claro, no hay problema. ¿En dónde?
-¿Te parece el parque en que nos conocimos?
-De acuerdo. Adiós.
-Adiós.
Allí, en el parque de la estatua, estaba ella sentada en la banca de concreto, leía un librillo con muchos dibujos. Él, al verla, caminó sin prisa, se sentó a su lado, miro alrededor y, tras ver el librillo, la saludó. Una vez más, Sally era presa de la emoción y sus ojos brillaban, como solía sucederle cuando él llegaba. A pesar de llevar más de una hora esperándolo, su rabia desapareció y una hermosa sonrisa esbozó. Entre tanto, Alejandro hablaba y hablaba, como solía hacerlo, mientras ella lo oía, pero escuchaba sus pensamientos, que, ahora, le decían que el final se acercaba… A pesar del tiempo que llevaban, de las cosas que habían vivido, ella sintió el más grande vacío, en medio de su pecho un agujero se formaba y el corazón bajó su ritmo, perdió su melodía: él ya no la quería. Sin tener en cuenta lo que Alejandro estaba diciendo, Sally, en ágil maniobra, hizo que su teléfono timbrara, fingiendo una llamada; contestó, aparentemente, y al colgar, pidió perdón a Alejandro y mencionó que era hora de marcharse, que lamentaba tener que irse y no tener tiempo, en ese momento, para él. Como si Dios hubiese intervenido, Alejandro repitió que necesitaba tiempo, que lo había mencionado un par de veces en los últimos diez minutos, pero que ella, como siempre, no le prestó atención. Sally confirmaba su sospecha y el vació se agrandaba… Se despidieron, con la promesa de verse al día siguiente, un sábado, por cierto.
El cielo estaba gris. La tenue lluvia que antecede a la tormenta comenzaba a obscurecer el pálido color que tenía la ciudad. Alejandro estaba en el café-bar y el cielo de las tres de la tarde, que más parecía de cinco p.m., trajo a Sally dentro de un bus. Con la chaqueta pintada de gotas de cielo, entró y se sentó frente a Alejandro, que tomaba una cerveza con sus amigos, a causa de quienes tuvo muchas veces que esperar horas interminables y tediosas. Alejandro, que había pensado en la mejor manera de hacer las cosas, le pidió que salieran, debían hablar solos, aunque ambos sabían que todos ya estaban enterados.
Mientras caminaban por calles y callejones que se volvían laberintos, iban hablando de todo el tiempo que habían vivido juntos, de sus buenas y malas experiencias. Alejandro pensaba en cómo no herirla y Sally imaginaba su reacción; ambos sabían lo que venía. De pronto, Sally preguntó: Dime algo, ¿aún me quieres? No, contestó Alejandro. Con el corazón en su mano, destrozado y desmoronándose con cada paso, Sally resistía a la inevitable sensación de llorar y dejar, con el dolor, su pena, para que algún artista pintase el desamor. Siguieron caminando y regresaron al café-bar, donde, luego de pagar la cuenta, Alejandro se ofreció a acompañarla a tomar el bus, junto con sus amigos.
Con su vista de águila, Sally vio tan vivamente las imágenes de su amor, que el medio segundo que sus labios se tocaron se hizo años, que fueron haciéndose trizas con los desengaños y la frustración. Se despegaron sus labios y subió al bus. Pagó y se sentó en la última banca, al lado de la ventana, con las lágrimas, arroyos de ilusiones, mientras veía que Alejandro prendía un cigarrillo, hablando con sus amigos.
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