lunes, 8 de agosto de 2011

Monocromático

Con la mirada perdida en el vacío de tus ojos, desperté de mi letargo. Cruzó por mi mente aquella desesperación, ya olvidada, de conocer la respuesta y no aplicarla, sentí el vacío estomacal que genera una suerte de inseguridad sobre aquello que se conoce y, más aún, se entiende, pero no se opta por dejar actuar. Así, salí del cuarto aquel, lleno de libros viejos que nunca leí, que siempre olvidé, y fui por las calles llenas de tristezas.

Caminando, encontré gente son rostro lejano, personas consumidas por sus preocupaciones, con sus miradas ausentes, concentradas en una nada sin ilusiones o colores, todos de cara gris... Gris como el cielo que se confundía con la vista de la ciudad que se perdía entre humo de cigarrillo y esmog, llamando a la melancolía. A medida que avanzaba por entre las calles y las avenidas, el tiempo se iba haciendo más y más lento, quedando atrapado entre los andenes y los hidrantes, con su rojo pálido y sus tuercas oxidadas; vi a los niños jugando en los parques y sus ojos fueron grises, de ilusiones vanas y sueños perdidos, de problemas familiares y traumas de colegio. Fue entonces cuando vi ese cabello café, pintado de rojo y el abrigo. Me acerqué, y entonces, de uno de esos claros que dejan las nubes en las películas, cayó un rayo de sol y vi cómo te volteabas, cómo venías a saludarme y me besabas. El mundo tomó color y vi entonces a los niños, otra vez, jugando. Sólo que ahora eran alegres y otra vez eran niños.

Caminamos, comimos un helado, nos miramos, hablamos, nos besamos y el mundo seguía tomando color. Luego, al despedirme de ti, proseguí por calles y pasajes, carreras y avenidas, y me encontré con un estante con espejo, vi mi reflejo y comprendí: no era el mundo, era yo quién estaba gris.

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