lunes, 29 de agosto de 2011

Utopía

En aquellos días las tardes eran interminables y los cielos tan azules, que las nubes temían ser vistas cruzando por el firmamento. El sol no bajaba sino después de mucho tiempo, para indicarnos que el fuego no se encendería por sí mismo y debíamos ir por leña. Recuerdo que siempre procurábamos ir los hombres por los troncos más grandes, mientras correspondía a las mujeres tomar las hojas y, como en tiempos de Roma, dar vida y mantenerlo existente. Cada noche era entonces tan fría, que solíamos sentarnos juntos y lo más cerca que se podía a la fogata, mientras comíamos alguna botana antes de ir a dormir.

El último viaje que hicimos, el que sería el mejor de todos, puesto que, quizá, sería la última vez que estaríamos todos en aquel mítico paraje, empezó con la recogida de la madera, no tenía muchas ganas de hacerlo, puesto que teníamos encima tres horas de camino y algunas más a pie. Empero, cuando se ofreció para ir por ella, no pude menos que sucumbir ante el encanto que siempre me había producido; desde hacía mucho tiempo me sentía enamorado de ella.

Mientras buscábamos hojarasca y algunos troncos, entablamos conversación. Se extrañaba de que jamás le hubiese hablado, pero le gustaba que lo hubiera hecho, porque gustaba de charlar con gente interesante. Perdimos un buen rato buscando leña que estuviese seca, puesto que no hace mucho la lluvia se había manifestado, pero fue una gran oportunidad para conocerla y establecer algo de confianza. Luego volvimos al lugar en que estaba la fogata y ayudamos a armar las carpas.

Habiendo caído la noche y, como era de esperarse, el frío era como de desierto, la fogata estaba encendida, repartíamos la comida y, para mi sorpresa, ella, con su cabello de ámbar, su piel bronceada y sus ojos cristalinos como el cielo de las cuatro de la tarde, se sentó a mi lado y me abrazó. Temía por su reacción al sentir mi corazón intentando salirse, pero nada sucedió, simplemente el abrazo fue más fuerte y, con la compañía de la canción de siempre, nuestros labios fueron acercándose, fundiéndose en un beso tierno y apasionado.

El día nos despertó con muestras de alegría sincera y amor puro. Evidentemente todos hacían bromas acerca de la noche anterior, pero no importaba, porque el tiempo y el espacio habían desaparecido y sólo estábamos los dos y la vida entonces se revelaba como un regalo que no se debía desperdiciar. La mañana pasó tranquila y las palabras bonitas, las caricias y los besos adornaban la belleza del paisaje.

Habíamos decidido volver a la ciudad, ya estábamos alzando todo para tomar marcha de regreso hacia el mundo real cuando, en mitad de la subida, ella cayó. Preocupado, dejé todo para saber cómo estaba, la tomé entre mis brazos y sólo pude sentir cómo su respiración se iba haciendo más débil, hasta que se detuvo por completo, dejando en su mirada un vacío que hacía que mi llanto sólo recibiera una indiferente respuesta.

Los médicos tardaron en llegar, el sitio estaba alejado. Luego de completar todos los trámites de rigor y de dejar su cuerpo en el cementerio que tanto odiaba, decidimos que no volveríamos aquel lugar, cuya magia se convirtió en un sino que dejó una huella gigantesca en todos nosotros. Mi vida no fue igual. Por una vez, una única vez, había conocido un amor correspondido y, en el momento en que haría mi sueño realidad, fue esa utopía quién impidió que se materializara, haciendo de mi vida una eterna obscuridad. Ahora sólo trato de olvidar...

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