martes, 16 de agosto de 2011

Verónica

Verónica despierta con la luna reflejándose en sus ojos, la ventana abierta y el viento frío le molestan. Se despierta y se siente vacía, con sus negros ojos y su cabello aún más, pensando en que quizá este sí sea el día en que todo cambiará. Su silueta, tan delgada y suave como brisa de verano, se desliza entre las cajas de libros, discos y papeles que conforman su casa. buscando aquí y allá palabras y acordes que le recuerden que vale la pena soñar. Toma un café amargo y una tostada, se ducha con esencia de nubes, tan fría que siente agujas en cada poro, y se pone la misma ropa del día anterior. No se peina, porque descubrió que no vale la pena ir en contra de su naturaleza y se despide del viejo gato que siempre llega a dormir en su balcón; un gato gordo y viejo, completamente negro y de ojos amarillos, que siempre observa con atención el cántaro roto que hay en su balcón, como si fuese un presagio...

Sale a caminar entre las ruinas de esa Atenas hispanoamericana, que se hunde en el esmog de la mañana y el ruido de gente sin más interés que seguir viviendo una existencia falta de sentido. Verónica mira alrededor y percibe la tristeza del obrero, que se levanta muy temprano y arriba a su lugar de trabajo con el amanecer, que está en su hora de descanso y apura la comida para desentenderse del mundo en un partido de fútbol con sus compañeros; siente el tedio de los niños que esperan el bus para ir al colegio, y la alegría de aquellos que deben atravesar la ciudad por sus propios medios para poder estudiar. También se ha dado cuenta de las miradas que le lanza, como si se tratara de un cazador, el anciano sentado en la banca que da a la plaza, pero no se ruboriza, ni siente algo: está inmersa en sus problemas.

En su camino encuentra jóvenes sin futuro ni pasado, vivientes del presente que se contentan con un par de monedas y mucho vicio; el olor la marea y le asusta ver que muchos de ellos andan armados, sin más sueños que comprar su perdición en una puñalada o un disparo. apresura el paso y continua, como si nada sucediera, mientras que de una camioneta, como si fuesen payasos que bajan de un pequeño automotor, salen más de diez personas con cámaras, micrófonos y cables: tienen la primicia para el noticiero de las doce, un viejo muere ipso facto ante la escena de un hombre asesinado por proteger a su familia. 

El sol de medio día no aclara su cabello, aunque lo hace brillar con tal intensidad, que se cuelan miradas envidiosas de mujeres rubias, tinturadas,  entre las ventanas de la ciudad. No importa nada, Verónica no distingue sentimientos, para ella no hay más que impulsos eléctricos que generan distensiones y contracciones en sus músculos, no hay un ápice de vanidad, o una mirada amorosa, sólo la fría expresión que ha fabricado su historia: La carta en la ventana el día de sus diez años, que se posa sobre sus recuerdos, volviéndole a mostrar la noticia de la muerte de sus padres; su vida en casa de su abuela, las lágrimas de ceniza que le consumieron su hermosa bondad y la convirtieron en indiferencia, mientras se cansaba de esperar. Sigue su camino y pasa entonces por los parques de concreto y de pasto sintético que siempre están vacíos, como el ímpetu de la juventud de su ciudad, mira al cielo y su estómago se contrae al ver un velo gris que se confunde con los edificios y los rostros de la gente, pero su mirada sigue igual. Verónica mira su reflejo en el vidrio de la tienda y entonces ve al hombre de su vida. No sabe quién es, pero está segura de que ahí va, y de que la mira. 

El hombre se acerca, cuidadosamente y ella siente, una vez más, a su estómago haciéndole una mala pasada. Su corazón acelerado y sus manos temblorosas la delatan, él se acerca y la intenta saludar, pero echa a correr y se pierde en la ciudad. Recupera el aliento y vuelve a su hogar. Entra y ve al gato en el balcón, que no para de mirar al cántaro, se acuesta sobre su cama, cubierta toda de libros, cierra los ojos y muere. Verónica ha dejado de soñar.

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