jueves, 3 de noviembre de 2011

Corazonada

Tal vez porque no recordaba tu sonrisa, ni tu mirada de ojos negros y perdidos, no noté que volvías con la misma intención que en aquel entonces y no me percaté del peligro en el que estaba. El tiempo había cambiado algunas cosas en nosotros, pero jamás tocó tus largas piernas ni esa forma tan tuya de moverte, ese lento caminar que siempre te caracterizó seguía allí, después de veinte años. Saludaste a quienes recordabas con la misma euforia de los días pasados, con tus modales de viejo libro de urbanidad, con el carisma que forma parte de tu personalidad. Te acercaste a mi, tal vez sin recordarme, con el halo de misterio que siempre recordaba. Dijiste algunas palabras y luego te fuiste.

Te seguí con la mirada y vi cómo coqueteabas con distintos hombres desconocidos para ambos, lo notaba porque veía la inseguridad en los movimientos de los labios y el temblar constante de las manos de personas que jamás salen de sus casas sin sus esposas. De vez en cuando me percaté de que volteabas a mirarme, como si me incitaras a seguirte. Un par de corazonadas me hicieron pensar en seguir tu juego, había quedado herido aquella vez y no deseaba repetir la situación. Otro par de corazonadas y dejé de pensar. Me puse de pie y te seguí. Llevabas dos copas de champán y salías con dirección al balcón del gran salón, en el que estaban reunidos los más importantes líderes y empresarios; había también algunos invitados de gran importancia intelectual y, por último, estaba yo, que llegué por error y no buscaba algo distinto a escapar de la realidad y el pasado.

Salí y me volviste a hablar, recordamos tiempos perdidos en la memoria y miraste al cielo. Balbuceaste algo, no logré entender y me extendiste una de las copas. Otra corazonada. Recibí la copa y tomé, mientras veía que caminabas de un lado al otro, desfilando en tu vestido gris para las estrellas y la luna, siempre blanca, suspendida en medio del firmamento. Me pediste que bailáramos, sabiendo que no puedo resistirme a tus encantos. Me acerqué para darte un beso y pusiste tu dedo sobre mi boca, impidiéndolo, sentí algo sobre mis labios cuando lo retiraste, pasé la lengua por mi labios, sabían extraño. Después sólo respiré almendras.

Sentí una aguda quemazón, mi respiración se agitó, mi corazón aceleró, de mi frente caía el sudor frío y vi cómo me piel se tornaba azul... Debí obedecer a mi corazón.

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