sábado, 26 de noviembre de 2011

Reminiscencia de un amor imposible

Cuando le invitaron a la reunión de egresados, pensó dos veces su asistencia: la primera vez, porque nunca fue tan sociable y posiblemente, al llegar, nadie lo recordara, así como tampoco él recordaría a muchas de los que seguramente asistirían. La segunda, recordó que, a pesar de que aún se hablaba con la mayoría de sus amigos, no estaban todos en el mismo lugar desde que salieron, antes del grado, a darse su propia despedida. Finalmente se decidió a ir impulsado por esta segunda vez, pero, más aún, porque, desde que se había regresado al país, no había podido hablar con Laura estando frente a frente.

Laura no era una mujer con un físico escultural, tenía el cabello de color negro, ondulado, la tez blanca, de estatura promedio y unos ojos de fuego, de mirada penetrante, que siempre impactaban. Siempre le había gustado y, a pesar de que sospechaba que ella lo sabía, nunca se había atrevido a decírselo. Era esa timidez característica que le hizo siempre pasar desapercibido para muchos, esa que le había impedido explotar su potencial en todo ese tiempo, y aún en esos momentos, en los que estaba donde estaba por gracia de otros, que lo habían lanzado, que lo habían ayudado de sobremanera. Laura, en cambio, era la persona más sociable que conocía, su conversación era fluida y alegre, distinta de la suya, incapaz de mantenerse fuera del ámbito académico, estricto, investigativo y siempre con un dejo político que le había hecho ganarse uno que otro apodo que le molestaba. Ella era su complemento, pensaba siempre, o por lo menos algún tiempo.

La reunión fue tan aburrida como esperaba que fuera. Evidentemente no muchos se acordaban de él y era molesto tener que contestar a preguntas sobre quién era él, porque, a pesar de que tenía un cargo importante, siempre sucedía que la gente se olvidaba de él con facilidad. Como no había llegado tan temprano como hubiese querido, tuvo que deambular algún tiempo antes de encontrarse con sus conocidos, con sus amigos. Finalmente, en una mesa cerca de la ventana, los encontró, todos estaban allí, Santiago fue el primero en saludarlo y, con sus siempre atinadas bromas, le sacó una sonrisa.

Santiago nunca se desempeñó como profesional en su área, se había dedicado a escribir y así se iba bastante bien. Todos sabían, incluyéndolo, que su destino era la literatura y la filosofía, desde temprana edad había mostrado tener lo necesario para hacerlo. Era también un gran conversador y capaz de tomar una conversación sobre política y hacerla agradable. Andrés, en cambio, vivió y aún vivía a su sombra, puesto que se conocían desde niños y tenían los mismos intereses, pero Santiago siempre fue superior, incluso en hablarle a Laura.

En la memoria de Andrés siempre viviría ese momento en el que dejó de considerar a Laura su alma gemela. Se habían propuesto los tres salir a caminar y tomar un café, como le gustaba a Santiago, pero Andrés, que conocía mejor a Laura, propuso que fueran al museo, cosa que fue aceptada por los otros dos. Entraron en él y Andrés se quedó con la mirada fija en Los Amantes de Magritte, ese cuadro surrealista en el que una pareja se besa, pero sus caras no se pueden ver porque están tapadas con algún tipo de tela, que además cubre la totalidad de sus cabezas. Como si el tiempo fuese eterno, él se quedó allí, percibiendo la obra en todo su esplendor, pensando en tantas cosas que le generaba ese cuadro...

Al voltear, vio que Laura y Santiago se besaban. Su corazón se paralizó y tuvo que luchar con las lágrimas que trataban de salir, desesperadamente. Laura le pidió perdón, no era educado que se besaran delante de él, decía. Andrés dijo que no se preocupara, que no era nadie para impedir la felicidad de dos almas que se reencuentran, como es el amor para Platón, mientras en su mente aparecía esa imagen de Bioy Casares en el cuento En Memoria de Paulina, en la que el protagonista habla con Paulina y ella le dice "esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados", refiriéndose a Julio Montero, un escritor que aspira a ser conocido; el personaje entonces siente que se aleja de ella y piensa que Montero es el personaje menos parecido a ellos, a menos de que se equivoque y realmente él y Paulina no tengan ningún parecido. Luego de eso, se despidieron, era un viernes, así que no se verían sino hasta el lunes siguiente.

Laura aún no había llegado, pero quizá sólo a él le importaba, los demás ya hablaban de lo que estaban haciendo en aquel momento, muchos habían tenido familia y trabajaban por sus hijos, Santiago escribía y contaba con algo de nostalgia las historias que habían quedado de las épocas de estudiante, otros habían continuado sus estudios y se dedicaban a la investigación y Andrés, por último, había decidido irse por el camino de la docencia, mientras que hacía uno que otro trabajo como asesor, cosa que le había valido el puesto en el gobierno que ahora tenía. Le molestaba hablar de ello, sobre todo porque no gustaba de la monotonía de la oficina y siempre quiso que le pagaran por leer, pero nunca lo había conseguido. Las anécdotas iban y venían, así como muchas otras historias, chistes, bromas y de pronto, sin que nadie la esperara, ella entró y se sentó al lado de Andrés, pero, a más del enrojecimiento en su cara y el palpitar rápido del corazón, no era algo sobrenatural que se sentaran juntos, al fin y al cabo que no soportaba sentarse al lado de Santiago.

Laura llamó esa noche algo preocupada, se escuchaba triste. Andrés le preguntó qué le sucedía, ella le dijo que se había quedado sin su Santiago. Él se sintió tan confuso como Mario Vargas Llosa escribiendo la trompeta de Deyà, en el fragmento que habla del divorcio de Julio Cortázar, nunca se esperó que la que consideraba la pareja perfecta fuera algún día a separarse. Tanto para Laura como para Andrés fue un golpe fuerte, ambos duraron un tiempo invadidos por la melancolía, mientras Andrés escapaba de la realidad tratando de olvidar amores perdidos e ilusiones rotas antes de nacer: siempre tuvo dos amores en la vida y nunca nada llegó a hacerse realidad.

Una vez, en una conversación con Santiago, le confesó: fue la monotonía, nos cansamos de ser siempre los mismos. De no ser por Camila, quizá estaría siendo infeliz eternamente con Laura. Andrés seguía confundido y se limitaba a escuchar, que era quizá lo único que realmente había aprendido hacer, más por su imposibilidad para hablar que por gusto. De todas formas siempre estuvo en contacto con los dos, pero no importaba qué tan cerca estuviese de ellos, porque serían inalcanzables, ella porque era una mujer hermosa, sociable y con muchos pretendientes mejores que él, Él (Santiago), porque era superior en todo lo que hacía, desde el saludo, hasta los trabajos, exámenes, amores. Vivía con la decepción acariciándole la espalda, pero era un dolor mudo, que no podía tener oídos que le escucharan, y esa era su más grande decepción.

Laura le preguntó cómo estaba, puesto que nunca habían perdido contacto y hablaban con cierta frecuencia, no había que ahondar en detalles o, mejor aún, sólo era necesario contar esos pequeños detalles que se escapan a las historias generales. Le dijo que estaba bien, y simplemente entró en detalles sobre ciertos aspectos de lo que habían hablado el día anterior por teléfono, como que en su trabajo las cosas iban bien y que había encontrado, por primera vez en muchos años, un café tan bueno como el que tomaban en sus tiempos de universidad, o le contaba del cielo de alguna de las ciudades a las que tenía que ir para dictar conferencias que pagaba la universidad en la que estaba trabajando.

A medida que el tiempo iba pasando, llegaba la comida, las copas de vino y, como el que ha sido, no deja de ser, al término de la ceremonia fueron a recordar los tiempos del bar. Una vez allí, muchos dieron rienda suelta a lo que quedaba de su juventud, tomando cuanto les ponían sobre la mesa y otros tomaban algunas copas. Incluso algunos salían a fumar como lo hacían en aquel entonces. Como, incluso dentro de los grupos de amigos existen ciertas preferencias de algunas personas por otras, la mesa se fue dividiendo. Los fumadores estaban afuera, los que gustaban de la política en el centro de la mesa, los filósofos, entre ellos Santiago, se fueron hacia un rincón. Estaban los melómanos, cerca de la barra, donde discutían y pedían canciones al barman y, luego de otros tantos, estaban Andrés y Laura de una mesa hacia otra, como siempre había sido su costumbre.

Ese día Andrés había recibido una paliza argumentativa en un debate con Santiago acerca de algún libro que dejaba muchas cosas para interpretar, parecía que las palabras se limitaran a buscar un medio para salir a decirle que estaba equivocado y el medio fuera la voz potente y llamativa de Santiago. Afortunadamente, ese vicio conciliador de Andrés lo había librado bien de la burla general y la humillación en que pudo haber terminado esa tarde. Sin embargo, al final, cuando se habían despedido y quedado en leer el libro para la semana siguiente en el café literario que solía organizar Santiago y en el que la mayoría de los del grupo se habían conocido, Laura le dijo que prefería su punto de vista al de Santiago.

Finalmente, compartiendo su soledad entre tanta gente, volvieron a hablar, después de todo se entendían muy bien, compartían esos secretos y esas ilusiones que no pueden más que contarse a pocas personas... El tiempo fue pasando y ellos fueron una isla en medio de tanta gente que hablaba de tantos temas.

Esa tarde le había llamado llorando. Una vez más las ilusiones estaban quebradas, como las de él, infortunadamente no quería hablar, así que la conversación fue tan corta que sólo cruzaron un par de palabras y un par de mensajes, para verse en algún momento. Llegado el día, tomaron café. Andrés no había almorzado, pero no importaba porque pensaba que ella valía más que su almuerzo. Charlaron toda la tarde y hasta entrada la noche, bajo el toldo y la luz de esa luna plateada que alumbraba sobre el café, y el frío soplo de Eolo que arreciaba por entonces, comentaron sus experiencias y a Laura le parecía que la vida se acababa, pero aún la esperanza estaba porque tenía un apoyo, un hombro en el cual dejar la decepción para volver a empezar.

De tanto hablar y pasar por tantos temas, llegaron al pasado, y con él, las ganas de caminar se apoderaron de los amigos de años atrás, un camino de nostalgias y melancolía se aprovechaba de sus palabras y las enfocaba hacia algo que en algún momento deberían afrontar. Le preguntó si sabía que gustaba de ella, respondió que si, o por lo menos que lo intuía. Luego hubo silencio, la lluvia empezó a caer despacio, con la dulzura de la brizna. Después fue más fuerte, pero no importaba, porque en sus cabezas aparecía André Bretón gritando que eran un destino y no tenían tiempo para respirar, tampoco para detenerse. Un semáforo los detuvo y él rompió el silencio: ¿Y si la historia pudiese cambiar, te atreverías? Y ella contestó con un beso, mientras se marchaba.

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