sábado, 5 de marzo de 2011

Monaguillo

Y no importa cuánto digas, porque al final nunca tendrás la razón, decía, mientras sus palabras salían de su boca como las piedras cayendo de la montaña en medio del terremoto. Yo simplemente escuchaba, igual no tenía ni tendré otra opción, debía aguantar cuanto insulto, cuanta algazara se cruzara, porque, finalmente, ¿hasta qué punto puede alguien tener razón llevando la contraria?

No importa cuánto pienses ni cuánto leas, porque nunca llegarás a superar la experiencia que da la vida. Decía como recitando un sermón en misa de seis el domingo, mientras yo sólo podía callar, porque, finalmente, ¿qué puedo yo saber de la vida siendo ecléctico y escéptico? Nada, no hay nada que pueda yo saber negando la verdad de Dios, pensando que quizá él eche los dados y no se preocupe de lo que pueda salir, de la suerte que debemos formar, porque no tenemos el conocimiento suficiente para correr... Correr como corre el tiempo, lento, inalcanzable entre tanta alharaca, tanta envidia y tanta insolencia con que se habla de la tan hermosa ciencia que el pensamiento puede dar... Nada importa, nada queda, nada vale... Por eso callo, pero no escucho que me llamas con voz de fuego que quema invernaderos, mujer de treinta grados y dieciocho años de añejamiento, de alcohol etílico sin procesar, sin probar...

Yo te veo y nada importa, ni la confesión, ni la magia, ni la vida. Ni siquiera, aún, la espera que lleva a la verdad, a ese conocimiento de eterno alquimista, Nicolás Flamel en su libro de imágenes extrañas no se compara a la belleza que te aclama, que te espera en ese jardín del edén del que hacemos parte después del primer beso.

Nada importa.

Y te digo que no importa porque están equivocados, porque, ¿qué carajo es la vida, sino un mero recorrido que a ninguna parte lleva? Callas. Callas y entonces siento que te esparces con el viento, le delegas tu silencio que se acomoda en lo más hondo de mi conciencia loca, loca de ti que no esperas y te vas con el hombre que juega fútbol y que te preña por no protegerse. Y tu feliz... Tan feliz que me toca volver al maldito púlpito del Dios caído en desgracia de falta de fe, fe de católicos y judíos, de protestantes interesados en el dinero que fluye como un río, río tumulutoso, repleto de rápidos y remolinos, de desgracia y falso éxito; competencia desleal. Ya nada importa, porque, después del tiempo, te levantas y sales del púlpito, mientras yo, pobre monaguillo, veo la cara feliz del padre y en silencio te deseo...

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