martes, 22 de febrero de 2011

Bruja

Como si el tiempo no pasara, ella estaba allí sentada, siempre sentada en la mecedora del frente de la sala, que daba al patio de tierra húmeda. Las hojas caían de los árboles, como moscas que destruyen la luz del bombillo, y pintaban de negro el brillo naranja de la tarde. Su cabello castaño reflejaba el brillo que otrora hiciese que el viento pasase a su lado con el frescor de la mañana y llevase ese aroma de guayaba fresca, de cítricos en el árbol, de locura impertinente hasta lo más profundo de los jóvenes de nuevos corazones, corazones sin penas, sin cordura, porque en la juventud amor sin locura no es amor y el deseo vale más que la razón. 

La bruja le llamaban. Sería quizá porque su olor elevaba la razón a la locura, que ningún hombre resistía a sus encantos y muchos fueron los que se perdieron por causa suya, como Miguel, que terminó mendigando en otro pueblo, luego de que ella no lo aceptara; o porque se decía que se la veía siempre de noche en el cementerio, corrían los rumores de que sacaba huesos de las tumbas y que comía la carne de los cadáveres; decíase también que tomaba la sangre de sus amantes, por eso no aparecían después. Pero nada era confirmado.

Siempre se dijo de ella lo peor. Se habló mucho tiempo de apariciones con su rostro, de moños en las casas. Se rumoraba que se paseaba en las noches por la parte baja de la ciudad, pero nunca se vio quién frecuentara esa parte y la viese. Las mujeres hablaban con un rencor casi envidioso, mórbido, que hacía que los niños gritaran, salieran corriendo y se encerraran en sus casas, con el miedo inocente que produce ese apelativo: bruja.

El tiempo fue pasando y con el tiempo y las hojas de los árboles arrastradas por el viento, se fueron también volando los rumores que azotaron el pueblo, esos que tenían forma y facciones de mujer madura, vieja, anciana y adolescente con envidia, con comentarios parsimoniosos ya desvanecidos; pasaron los años y su cabello perdió el brillo, ese brillo que hacía sus ojos redundantemente refulgentes y que lograba enamorar a los pequeños que, para esa época, ya no tenían por qué correr.

Luego su forma se fue engrosando, haciéndose poco atractiva para los jóvenes de ímpetu insaciable y limitándose entonces a gozar el regocijo de su mecedora, en la cual parecía como un pequeño autómata, movido por alambres en un constante ir y venir, ir y venir, con el viento que pasaba con las hojas y las personas, con el tiempo compuesto de días que son hojas de árbol en el viento que te lleva a la eternidad, porque, después de todo tú sí que eras la bruja, tendrás que seguir allí, recostada en tu mecedora viendo a la gente pasar, como hoy paso yo y te veo, y llego a tu lado y muero; y tu, siempre viviendo, siendo la eternidad.

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