jueves, 17 de febrero de 2011

Memoria de tarde gris.

El tiempo nos dejó encontrar siempre en el mismo lugar, en la mismas tardes grises y lluviosas, despaciosas como caracoles que luchan, ingrávidos, con la pendiente cerca de las casas con jardines, ya inexistentes. Miraste mi presencia, era absurda, pero te gustaba, quizá porque no importaba a nadie más que a mi, más que al destino que me obligaba a estar así frente a ti.

Las casas y los edificios pasaban ante nuestros ojos a velocidades que no podemos correr, sólo experimentar en cajas de latón y aluminio, de fibra de vidrio o carbono, las veías mientras mi mirada iba concentrada en un camino a ninguna parte que recorríamos con ansias, añorando una recta infinita que nunca llegaría, entre tanto yo te preguntaba sobre tus sueños, tus logros, tus aspiraciones... No contestabas, no contestabas porque a lo mejor sabías que no saldría de este agujero de rostros igualados por leyes de papel y manos invisibles reguladoras del mercado, no respondías porque, de pronto, estábamos cruzando la puerta del sitio aquél que sugeriste y pedías café con pan francés, que comías ausente de ganas de conversar, concentrada en la mancha que se expandía en tu pantalón blanco que presentaba señas de haber pisado charcos. Pienso que no contestabas porque no valía la pena contestar, porque todo siempre paraba, en tu vida, en el mismo lugar.

Quizá fuese por eso que, al llegar a la casa esa con el matorral en la entrada, ahí donde te saludaban como si lo habituaras, luego de decirme que pasara, que diera el dinero por la entrada y pidiera una habitación sencilla, y que yo me negase a acompañarte, simplemente dejaste de hablar. Te pregunté qué pasaba y vi en tus ojos de cristal pulido cómo tu corazón lloraba, porque, un instante siquiera, pensaste en otra posibilidad y se apoderaba el arrepentimiento de tu razón. Llorabas desnuda sobre la cama, eso me contaron, por mi roto corazón y yo entonces renunciaba a estar a tu lado en una cama, porque, a fin de cuentas, jugaba a que era el caballero y a que tu eras mi princesa inmaculada, ésa era la razón de no haberte acompañado en esa tarde acompasada por las gotas de café que caían sobre tu pantalón.

El tiempo dejó de encontrarnos en ese horrible lugar, porque otros tendrán tu beldad, tu bondad, tu cuerpo flexible e inanimado, cansado de llorar.

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