sábado, 9 de octubre de 2010

Mala suerte

Ella abrió la puerta y él entró por la ventana, y ella se preguntó qué buscaba... Él se sentó a la mesa y tomó un trozo de pan, mientras le decía que la muerte se acercaba para aquellos a quienes quería. Ella lo miró asustada por la terrible noticia, mientras pensaba en aquellos niños que jugaban entre el barro y posteriormente en el asfalto que hoy cubre lo que antes fuese el patio de aquella casa de color blanco, con pilares jónicos, finamente trabajados en mármol y con un cielo raso en yeso, pintado con un veneciano verde...

El hombre comió el pan, esperó un momento y dio un sorbo largo al té, después de dar un soplo, igualmente largo, a la taza que echaba un vapor de un olor tan delicioso, que hacía recordar el olor de guayaba fresca en una mañana de campo, o el olor de yerbabuena en el rocío mañanero; el vapor hacía formas que recordaban pasos de danza elegante, quizá el Danubio azul de Strauss, o ballet contemporáneo, o quizá, por un instante, recordaba una mujer que baila sola y alegremente, cuidando de la dulzura de sus movimientos en un blues de la Nueva Orleans (de esos que tienen solos tan deliciosos, de guitarras sin distorsión y letras sin sentido, ¡pero tan ciertas siempre!).

Ella tomó la mantequilla de la mesa y se untó los dedos, se pasó las manos por su hermosos cabello, negro de color y tan rizado como una espiral de las que bajan escaleras; tan suave su cabello como la caricia del amante fiel, como el algodón que es acariciado por el viento un Agosto o como el beso de la luna en una noche sin estrellas. Le dijo que esperaba que el té fuera de su agrado, ya que no le gustaba mucho aquél que había comprado esa mañana, en que se decidió a cambiar la tradición e ir a la nueva tienda, llena de electrodomésticos de última generación, de cajas de colores y nombres extraños y también de hombres que parecen robots, programados para decir siempre lo mismo y dar instrucciones para llegar a lugares sin una pizca de humanidad; le molestaba verse en medio de tantas luces de neón, que suenan como mosquitos en una noche de verano (de esas en que las orejas de ven asediadas por esos ruidos bizarros y molestos sin lograr descanso alguno).

Él le dijo que no había problema, que no importaba que el té ni fuese inglés, porque lo que debía decirle era tan importante que sólo necesitaba tomar algo de aliento antes de volver a huir (¡sí, este hombre debía huir!). Le dijo después que por eso había entrado por la ventana, esa ventana inmensa, de transparente color y cubierta por una persiana de madera ligera, bareque o bambú, que daba a la calle en la que habían, quizá, unas cuatro o cinco casa más, todas grandes como ésta, todas de diseño suyo, hechas en terreno de otros que así lo habían decidido. Luego comentó que desde que había entregado esa última casa, esa de blanco color y adornos de ladrillo en que ahora se encontraba tomando el té con una amiga de toda la vida, había tenido que huir; una serie de cartas amenazantes sobre el futuro que había de venir lo obligaban a correr, sin rumbo alguno, por toda la ciudad, una ciudad de ensueño de más de diez millones de habitantes, de esas en que hay que saber hacia donde ir, porque, si se va sin rumbo se puede encontrar la muerte en un tugurio marginal y salir sólo por medio de un periódico amarillista. En las cartas se hablaba de cosas atroces que sucederían si se quedaba en un mismo lugar y de aquellas que sucederían si estaba más de dos días en el mismo punto.

Ella le miró extrañada, en realidad no entendía a qué se refería, así como tampoco había entendido la razón de su partida aquella vez, noche en que le dijo que simplemente debía partir, que se verían en algún tiempo, días quizá, días que se tornaron semanas, meses e incluso un par de años, en que no se sabía qué sería de la vida de aquel hombre, que un día de Abril, de lluvia suave y sol, de arco iris, entró por la ventana mientras una mujer abría la puerta y tomó un té caliente, mientras comía un trozo de pan que había tomado de la mesa y le hablaba de cartas amenazantes y razones sin sentido. Por supuesto él se percató de su mirada, perdida en el vacío de la calle sin automóviles, y le dijo que realmente no existía un sentido lógico; que la razón de su aprtida y de als cartas se atribuía a algo desconocido, pero infinitamente acertado, como cuando estuvo tres días en el centro y el edificio en que trabajaba había caído...

Ella comprendió a qué se refería, ya que siempre había sentido fascinación por el esoterismo, desde el día en que, buscando en la biblioteca, había encontrado un libro con maleficios y hechizos, o la vez en que en su cama halló un libro sobre alquimia; tomó el té, ya frío y lo bebió de un sorbo, abrió la ventana y el viento entró, de forma tan intempestiva, que los adornos que colgaban del techo empezaron a sonar, los faroles japoneses a balancearse sobre su eje y las aves en sus jaulas a cantar, mientras iban de un lado para otro en sus jaulas. Él hombre vio su reloj, que no se movía y se dirigió hacia ella repitiendo las palabras con que había empezado la conversación, la muerte se acercaba para aquellos a quienes quería. Tomó un sombrero negro de copa y arregló su abrigo de color azul. Salió por la ventana y echó a correr.
Ella entonces abrió la puerta y se encontró de cara con la muerte.

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