sábado, 6 de noviembre de 2010

El cigarrillo

Sentada bajo la lluvia, tomó un cigarrillo y recordó esos días en los que, aún adolescente, aprendía a fumar. Lentamente sacó de su bolsillo el zippo de color plateado y con él lo encendió. De sus dedos pasó a sus labios y allí permaneció un instante, para volver a sus manos, porque la tos no le permitía seguir allí, posado en esos labios delgados y de intenso rojo. A pesar de las gotas, inmensas todas, el cigarrillo permanecía prendido, consumiéndose lentamente, sin esfuerzo y ella sentía las gotas recorriendo su cuerpo, llegando a todos los lugares, desconocidos para todos, a excepción de unos cuantos; acariciando cada poro, purificando su corazón, ya destrozado y sumiéndola en un estado de tranquilidad tal, que volvió a reflexionar, como no sucedía hacía mucho tiempo...

Dio una chupada al cigarrillo, recordando que debía tomar algo más de aire antes de llevarlo a sus pulmones y simplemente estar relajada, sintiendo cómo el tabaco se lleva las preocupaciones. Pensó en los sueños, en todo aquello que por su mente había pasado en tantos años, en el amor de aquél, que ahora se había ido y no volvería, porque la vida se lo había arrebatado. Recordó sus paseos por la montaña, allí donde pasara sus mejores momentos, a la sombra de los ricos, pero con la vista más envidiada de la ciudad. Pensó en los problemas afrontados y en las discusiones con los sabios: siempre hubo algo por aprender. Corrió con el cigarrillo, que aún no se consumía, bajo la lluvia, que se hizo cada vez más intensa y llegó al sitio donde todo había empezado, esa clínica, ahora abandonada, en la cual había nacido. Abrió la puerta y encontró al médico aquel que la había traído al mundo, un hombre ya viejo, de cano cabello y mirada triste, como la de ella.

El hombre, como por arte de magia, supo quién era y le dio un café: hacía frío; luego se despidió y se lanzó por la ventana. Ella, extrañada, lo siguió con la mirada y se fijó en la hoja de papel que había sobre esa cama, el catre horrible donde fuese bautizada por su estado de salud (vencer o morir, recordó) y leyó:

Que quién aquí nace, aquí muere y no es posible salir una vez que se ha entrado.

Entendió entonces que aquél médico quiso morir para liberarse, mientras ella se condenaba a su soledad. El cigarillo se consumió, dejando estelas de humo para ella, que ahora lloraba por no poder fumar.

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