jueves, 18 de noviembre de 2010

El gato

El gato miraba por la ventana, mientras que sus dueños salían, cargados de maletas y bolsas. La puerta se cerró y el silencio se quebró gracias al suspiro proveniente del sillón rojo de la esquina, que daba en un costado contra la ventana; una mancha negra se movía, el gato suspiraba.

La sombra que, gigantesca por la luz del crepúsculo se estiraba y se encogía, parecía la marioneta del negro felino que, simplemente con moverse, hacía que la silueta se deformara para disfrute del polvo y el silencio, y quizá de algún curioso que observase esa ventana. El gato, elegante, bajaba del sillón y se ubicaba sobre el tapete, sutilmente cada pata era seguida de su sombra, que, algunas veces, parecía como si bailara y otras, como si durmiera, el ahora bulto negro, como aterciopelado, se mantuvo estático por un instante, hasta que el movimiento volvió, de impetuosa manera por una pelota que rodando llegaba desde arriba; ahora jugaba con ella; la sombra no se movía.

De la sala al cuarto la pelota rodó al ser acariciada por las suaves patas, que asemejaban almohadas, cada rosado golpe hacía que la adrenalina subiese y se presentara la expectativa de no saber adonde iba, así como el deseo de retenerla, hasta el punto de abrazarla, de volverla tan suya, que el movimiento cesó, su magia se difuminó, su vida se extinguió...

Ahora el ruido de afuera atraía, la ventana era tan atractiva que era irresistible y no pudo más que sucumbir ante la belleza de la ahora naciente noche. Se sentó, observó la conducta de los humanos de allá afuera, se daba cuenta de que se parecían a su sombra y, al mover su cola y mirar que aquello que pensaba era hecho por ese humano, entendió: El sillón era un trono y él el rey del mundo.

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