miércoles, 24 de noviembre de 2010

Quejumbre a la montañera.

Detrás de mi alegría quizá no notes la tristeza; aprendí a mentir. Y tanto aprendí que hoy me río descaradamente de tu dulce figura, de tu escritura rimbombante y tu adorno de piel...piel tersa y suave, adornada de perfume barato y morena por el sol de la montaña donde se encuentra tu casa, blanca de color, raída por los años; llenas de barro sus paredes y de barro sus tejas, que en su rojo descolorido por el sol quedaban los balones con que jugaban tus hermanos.

En mi burla cínica de tus costumbres existe un rencor predecible; no he podido superarte. Tan es así, que cada vez que te veo y se oye mi rumor en tus oídos hay un recuerdo que invade mi corazón; esas tardes de onces en la cocina, el café hirviente sobre la estufa de leña y el armario que divide ésta de la mesa del comedor, tu madre pasando la comida sin dejar a otros ayudarle (¡eterna terquedad!), la inanimada discusión sobre esponsales, dotes y matrimonios, tu silencio recalcitrante y mi fluida conversación sobre temas sin importancia; cada colación, recién horneada, bañada en las bocas con el café, tostado en tu casa, las tazas viejas y las ollas de barro.

Quizá en la blancura de mis dientes sientas el golpe luminoso de la blancura de los míos; aun te extraño. A tal punto lo hago que sueño cada noche con tu boca, dejada de cepillar muchos años atrás, recuerdo cada beso bajo el guayabo aquel en que te conocí, cuando, perdido por la colina, caminaba en el invierno, triste y vacío de la falta de motivos para tener una vida. En tal medida me haces falta que... de no ser por ti, no hubiese escrito estas líneas ni hubiese hecho todo aquello que hice, ni tendría razones para seguir con el tema de la enseñanza, de la lectura atenta y de mostrarte las letras, que aprendiste con presteza; con diligencia las letras fuiste acoplando y luego escribiste sonetos... siempre sin olvidarte de las costumbres.

Aunque me ría de éstas y sentida te encuentres de mi éxito, todavía me duele que, en aquel sembrado, dejaras tu vida conmigo por el hombre aquel de cuerpo esbelto y sombrero aguadeño, de camisa blanca sucia, como tus costumbres y tu dentadura, y de asadón pesado, como tu humor, dejándome en medio del éxito y la fama, sufriendo por tu amor.

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