sábado, 6 de noviembre de 2010

El poeta

Simplemente estaba allí, sentada, mientras el silencio se posaba sobre sus labios, lentamente y sin ser sentido. El frío del invierno bogotano arreciaba y las pequeñas gotas pintaban siluetas sin forma sobre mi chaqueta; lloraba. Recordé los momentos que alguna vez fueron tan valorados y deseé su regreso, pero fue imposible, porque ahora ella miraba hacia otro horizonte y su mente estaba en frente de otros ojos, ojos de color azul, tan hermoso como el mar, como aquellos que siempre quise tener, y pude haber tenido, de no ser por la oscuridad de las situaciones... de mis ojos negros se despedían gotas de camaleón, que se camuflaban en las cuencas de mis ojos, en mis mejillas y rozaban los labios que ya no deseaban.

Intenté acercarme, mi deseo era generar alguna sensación para ella, pero su alma estaba tan elevada que simplemente encontré unos ojos que miraban al vacío, que penetraban mi mirada y la descuartizaban, llevándose lo mejor de mi vida y también mis sueños. Su mirada se fijó en el cielo y de su boca el humo de cigarrillo se despidió, para hacer que mis ojos se tornaran de escarlata, mientras mis sollozos se hacían más fuertes, rompiendo el halo de silencio que se había impuesto. La ceniza volaba y caía, poco a poco, a golpe de gotas de agua, que se hacían inmensos como la tristeza que me invadía, pero ella permanecía indiferente y yo, a su lado, muriendo lentamente. 

Por mi mente pasaban los recuerdos de las noches de luna llena caminando a su lado, esos poemas de suya inspiración y los sacrificios; sin embargo de nada habían servido y mi boca tenía un sabor a cobre. Ella miró hacía mi y vio que mis ojos salían de sus órbitas y que mi piel perdía su color, rompió su silencio y me dijo, en el último instante: A fin de cuentas si eras poeta, moriste por amor.

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