lunes, 17 de enero de 2011

Materna maldición

¡Yo te maldigo!, gritaba. Y sonaba muy gracioso porque no siempre uno ve a la mamá gritándole eso al hijo, vestida con chancletas y bata, y con restos de mascarilla en la cara, con voz chillona gritando y totalmente desesperada. Ya lo veré llegar aquí sin nada, pidiendo perdón de rodillas, continuaba. Él salió cabizbajo por la puerta de la entrada y se fue.

EL tiempo fue pasando y consiguió un trabajo, no era gran cosa, pero servía para pagar lo básico y, de vez en cuando, darse algún pequeño gusto. Pero tan pronto como su madre fue enterada, las cosas empezaron a fallar. Lo primero fue el quemón en el dedo, porque no es normal que a uno se le rompa un pocillo cuando lo tiene en la mano, y menos cuando es para horno microondas. Luego fueron los problemas graves, porque su novia lo había sido de su jefe... Y las cosas habían terminado mal... Y así fue como, de pronto, un día se vio por fuera de su trabajo, los pagos se atrasaron y salió, una vez más, cabizbajo por la puerta de la entrada.

Pero fue peor aún, porque sus hermanos no quisieron aceptarlo en sus casas, porque siempre llevó la contraria a lo que ellos hacían, porque era un desagradecido con lo que su madre les había dado, porque nunca hizo más que sentarse a ver esos libros y dejarse los ojos cuadrados viendo televisión. Lo rechazaron porque no se cortó el cabello, porque no fue al ejército y porque no trabajó para pagarse la universidad y, sin embargo, si la terminó. Así que tuvo que volver, obligado, a casa de su madre...

Y cuando llegó y tocó a la puerta... Nadie abrió. Así que él, que aún recordaba dónde dejaban el repuesto, sacó la llave y abrió la puerta marrón que daba a la calle, aquella triste puerta por la que se fuera cabizbajo alguna vez. Y entró y vio a una vieja señora, vestida de bata blanca, chancletas moradas y restos de mascarilla sobre su cara. Pasó por su frente y ella estaba azul, pero aún respiraba. Se acercó y vio entonces el blanco de sus ojos esparcido sobre el iris y la pupila, toda dilatada. Se pasó por su frente y pasó su mano y nada ocurría. Su madre no veía. Sin embargo el ayudó a su madre, para lo cual instaló cuerdas y empezó a remodelar la casa, con la pensión que él cobraba. Y luego buscó trabajo y empezó a levantarse, sin olvidarse de su madre, que siempre estaba hablando mal de él, a pesar de ser el único que estaba cuando ella necesitaba apoyo; a pesar de todo él estaba allí y se levantaba.

Pero un día su madre murió y sólo él estuvo allí, en la funeraria, recibiendo a los pocos que fueron, en el entierro, con los pocos amigos de la familia, en la casa, que ahora debía cambiar. Y se levantó y se olvidó de esa falsa familia que lo rechazó y que, al ver su éxito creciente, intentó recordarle de dónde venía y para dónde debía dirigirse. Se alzó sobre las cabezas de todos aquellos que le negaron su ayuda y, lo más importante, descubrió que la maldición de su madre nunca se cumplió, porque nunca lo vio de rodillas llegar a su casa implorando perdón.

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