viernes, 21 de enero de 2011

Sube y Baja

La tarde era perfecta y jugábamos en el parque, calentando nuestros cuerpos al sol, con la ternura eterna del juego. No importaba lo que estuviese sucediendo, porque de niños ni el hambre, o la sed, o la violencia nos pueden sacar del idilio del juego, de la euforia y la alegría en que estamos hablando, o mirando las nubes mientras subes, tocas el cielo, y bajas, para sentir el verde del pasto en su aroma único.

Las cosas se hacían etéreas, luego invisibles y sólo quedaba la brisa que acariciaba nuestros rostros, nuestro cabello que se liberaba al capricho de la gravedad, que ya tampoco importaba. Las horas se volvían minutos y cada tarde era perfecta, al vaivén del sube y baja, y las sonrisas que salían de nuestros rostros eran puras, como la felicidad de reír por reír, de vivir por vivir y continuar sólo para estar allí, una vez más.

Cada tarde de alegría, de sol o lluvia, de arco iris perfectos y agua sol hacía que nos reuniésemos en el verde piso natural, el pasto; y la sombra de los árboles en tardes acaloradas, de bochorno, que disfrtutábamos soñando con alcanzar el cielo en vida, que hacía que la rutina fuera aún más divertida, mientras nos mecíamos en los columpios tratando de que dieran la vuelta sobre su eje. Era ésa la vida, pequeños instantes que se hacían eternos y permanentes ante nuestras miradas de niños, ante la inocencia del desconocimiento...

El tiempo va pasando y nos olvidamos de que somos niños. Queremos crecer y ser adultos y poder tener un auto y manejarlo, y tiramos entonces nuestros autos de juguete. Ansiamos madurez y ya sólo queda el fútbol, el básquet o el Volley... Pero no los juegos, los juegos no, porque el Tío rico o el monopolio no son lo mismo. Jugamos éstos porque sentimos entonces lo que es tener dinero y es esta la prioridad. El juego queda relegado y las escondidas son para dar besos y para mostrar que yo sí puedo salvar la patria y no mis amigos y compañeros. Entre tanto, habrá algunos que siguen jugando, sin la intención de ser tal o cuál personaje, sin aspirar a más que el villano, por el simple hecho de jugar, de estar allí y hacer que la vida no pierda su sentido: lo rechazamos, lo rechazamos entonces porque ya sabemos la diferencia entre el bien y el mal y eso es lo importante, que yo me quede con la niña linda y a ti te metan a la cárcel, siendo el resto sólo acompañantes. Nos olvidamos del recuerdo, de la infancia sin sentido. Y entonces sufrimos.

Así fue como dejamos de jugar, pero allí seguía el viejo sube y baja, con su madera recién pintada y dispuesta para recibir la nueva infancia, que nosotros terminábamos sin agradecer, sin pensar siquiera en lo que sigue; sólo queríamos crecer. Ella siempre tan hermosa, con su mirada de ébano perfecto. El amor entró por la ventana impulsado por la brisa de ese viejo sube y baja. Y las miradas se cruzaron y nada más importaba porque estábamos creciendo, ya éramos mayores y yo quería besarte y tu no te dejabas, quizá porque no era apuesto y tu esperabas al príncipe del cuento que Disney nos vendió. O tal vez porque no estábamos listos para unir nuestros labios con verdadera intención. Igual éramos muy jóvenes, no sabíamos del amor, pero...¡Eras tan hermosa! Tan hermosa como la luna llena que se asoma, una vez por mes, a mirar a la ciudad. Entonces importaba hablar, y así era como temas de música de moda y ropa, de telenovelas y programas, del colegio y lo grandes que estábamos en cuarto, porque éramos los reyes del patio y sólo eso importaba, nada más interesaba.

El tiempo no para su curso, hay que continuar. Pasamos a la adolescencia, nos alejamos de la eternidad para caer en la cotidianidad. Importan los amores, falsos, pero amores para el espíritu infranqueable, impetuoso de la pubertad y ya no importa si tenés barros en la cara, o si el alcohol se prohibe a los menores de edad, porque lo importante es pasarla bien y besar a una chica, ahora más mujer. Quizá leamos, pero no interiorizamos y lo que digan nuestros padres vale gorro, somo jóvenes y lo sabemos todo, no necesitamos más que música y trago, también un par de cigarrillos y salir a vagabundear. La noche se convierte en una aliada y las fiestas importan más. La vida se reduce al polvo y a la horrible curiosidad, esa intención de probar todo lo que se atraviese, y nada más.

Te pusiste más hermosa, ¡ay, cómo te recuerdo! Con tus labios rosa y vestido de coctel. Quince fueron las primaveras que pasaron para ti, y para mi también, de alguna manera, siempre junto a ti. Recuerdo cómo terminó la fiesta, tus lágrimas cayendo al piso, inevitablemente idiotas, por aquel tipo. Sentí, tal vez por vez primera, esa dulzura de tu piel, la tersura y lo sedoso de tus dedos en ese abrazo. Lloraste sin cesar, porque él era tu vida y tu eras la mía y él sólo jugó, pero no por diversión, como jugábamos al sube y baja hace tantos años, sino por ese espíritu de competencia que justifica cualquier medio para evitar la indiferencia del hablar de los demás. Quise besarte y no me dejaste, porque él siempre fue el más importante y ahora estabas de luto por tu pobre corazón, roto por vez primera, en esa horrible y maldita primavera en que se convirtió esa noche sin luna, ese año de ternura y esa vida de ilusión. ¡El príncipe azul no existe!, recuerdo que me dijiste y sólo pude llorar escondiendo mis lágrimas, que arrasaban con mi corazón porque después de ti no fue más...

Seguimos creciendo, el amor dejó de importar; importa ahora la soledad. Luchamos por tener un buen empleo, por gozar al máximo la vida y lograr hacerlo con éxito. El alcohol dejó de importar tanto, ahora está la vida social para cubrir el vacío. El estudio terminó y hay que salir de la rutina. Varios trabajos, nada qué hacer. El tiempo pasa cada vez más rápido y empezamos las crisis a padecer. Después peleamos incansablemente para buscar a alguien con quien compartir esas abrumadoras tardes de Domingo. Lunas de miel que parecen interminables y duran más de un año, pura diversión. Luego sentamos cabeza y trabajamos, porque hay una familia qué alimentar, unos hijos qué educar. La vida cambia de sentido y no se mira un horizonte, sino a pequeños soñadores que miran al cielo, y disfrutamos al verlos subir al sube y baja, sintiendo la nostalgia de estar allí, sin entender por completo su sentido.

Fue así como aquella vez, cuando ya teníamos nuestras vidas, nuestras aparentes vidas, nos volvimos a encontrar en ese mismo lugar en que una vez nos conocimos. Tu llevabas a tus hijos y yo estaba solo, cansado de correr el mundo con la suerte de encontrar a alguien como tu, pero que me quisiera más. Te vi, sola también y llevabas una rosa, que, al saludarme, me regalaste. Desde que te vi esbocé una sonrisa, que fue perfecta al besarte en la mejilla. Hablamos y recorrimos el parque, el viejo parque que se mantenía igual: niños jugando o descansando a la sombra de ese árbol, mirando a las nubes; niños jugando en el pasamanos, padres orgullosos enseñando a sentir el fútbol, o el básquet, o el volley, a sus pequeños hijos. Grupos de pre adolescentes sentados en una silla, hablando de tele y productos, de música de moda. Estudiantes universitarios hablando de cambiar al mundo, con una cerveza en la mano y un cacho de marihuana. Profesionales ocupados, pasando de largo. Y luego tu y yo, eso nunca cambió.

Mi corazón recordó esa sensación de aquella vez en que, aún subidos en el sube y baja, me declaré. Tendríamos diez años y, por esas locuras del azar, pasamos allí unos minutos (no nos molestaban). Dijiste que no, porque aquel era tu príncipe. Con el estómago lleno de polillas que se estrellan contra un imaginario bombillo, recordé que en la nefasta noche de tus quince, también estuvimos allí, pero no había nadie, sólo tu y sólo yo, sintiendo la brisa fría de la noche, que secaba tus lágrimas y no te permitía llorar. La adrenalina corriendo por mis venas y encendiendo el invisible bombillo que se esconde tras mi frente, me llevó hacia las plazas vacías de la universidad. Te encontré y volvimos a casa, esa que era nuestra pero no lo era, porque nuestro espíritu seguía ahí, pero no la propiedad. Nos balanceamos en el sube y baja y discutimos con la anciana, preguntando si no era la edad algo surreal, diciendo que algún día había que cambiar y, empezando a entender que se nos acostumbra a olvidar. Olvidamos que fuimos niños y dejamos la diversión atrás, esa diversión pura que, después del tiempo, sólo se tiene al soñar. La cruda realidad nos cayó y sentimos la tristeza de verla a los ojos. Finalmente, el calor de tus ojos, encendidos con el brillo de ese verdadero amor, me recordó que tu y yo estábamos allí en esa tarde, alentados por la fuerza del crepúsculo que empezaba a decaer, para ser anochecer y dar paso a al amarilla luz de la luna. Entendiste que me amabas y que supe yo quererte como nunca se verá que se pueda a alguien querer. Me diste un fuerte abrazo y las lágrimas corrieron por las comisuras de tus labios, habiendo seguido los pliegues de tu no tan tersa piel. Entre tanto nuestros labios se acariciaban, sintiendo yo tu corazón al ritmo de mis latidos, comprendiendo el verdadero amor.

Después subimos al sube y baja y comprendí que los juegos no son de los niños, no solamente de ellos. Los juegos son de todos y para todos, no por la igualdad, ni por la racionalidad, sino por la diversión. El verdadero sentido de la vida es jugar, como ahora jugamos tu y yo. 

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