martes, 11 de enero de 2011

Recuerdos

El paisaje gris de la ciudad se alzaba con el frescor de la mañana y la cálida luz del sol. Se empezaban a ver ya, de los arrabales, personas que caminando bajaban la montaña para ir a sus trabajos. También se hacían visibles vendedores saliendo de sus casas y uno que otro perro de mirada triste, anhelando un hogar.

Del séptimo piso del Edificio Alcázar, ubicado en uno de los barrios mejor ubicados de la ciudad, un hombre de mediana estatura, piel morena, con marcas de sol, cabello ondulado y negro, se sentaba frente a la ventana y cruzaba con su mirada la montaña, que majestuosamente se posaba ante sus ojos, y terminaba, de sur a norte, en el terreno en que se otrora se ubicara la cantera. Un recuerdo lejano se coló en sus pensamientos y, acto seguido, sus pupilas se dilataron y la imagen de los trabajadores subiendo y bajando con piedras en sus manos, con la piel siendo abrasada por los rayos de la mañana se hizo viva. Tanto era, que vio la cara del gamonal que fuese su jefe en aquel tiempo, con su verruga en la mejilla izquierda, su bigote grande y desordenado y su sombrero aguadeño; tan vivo era el recuerdo, que sintió el peso de las piedras sobre la carretilla y el dolor en los antebrazos luego de la extenuante jornada de trabajo. Sintió el sudor cayendo de la frente y el rayo del sol sobre su espalda, que entonces iba desnuda. 

Despertó. Y entonces se dio cuenta de que realmente estaba sudando. Quizá sea el calor, pensó. Tomó entonces un baño y salió, después de haber desayunado con tamal y chocolate (Ay vieja, cómo haces falta, esto no sabe igual...).

Paró un taxi y subió, dando orden al conductor de que lo llevase hacia la parte industrial de la ciudad, lugar en el que trabajaba. Tan pronto como se acomodó, otro recuerdo llegó, intempestivamente, e invadió su mente. Sus pupilas volvieron a dilatarse y se vio manejando un taxi. Corría el año 87 y estaba sentado frente al volante del Chevette. El ruido resonaba por todas partes y el amarillo estaba ya un poco desgastado. Recogió a un hombre que llevaba un gabán negro. Buenos días, ¿hacia dónde? Al centro por favor; este clima está de perros. No se imagina, yo llevo manejando todo el día y esto no ayuda, tanta lluvia hace que se pierdan clientes. ¿Cuánto le debo? Lo que marca el taxímetro. Es usted muy honesto, mire, si anda desempleado, aquí está mi tarjeta; ¿me recuerda su nombre? Muy bien, yo lo tengo en cuenta, pero llame. Volvió al mundo real. Pagó lo debido y subió a su oficina, sin saludar al humilde hombre que abría la puerta.

 Abrió la puerta de su oficina, que siempre estaba cerrada con el seguro puesto y se sentó a ver los balances. Con el último recorte de personal estamos sobre el punto de equilibrio, dijo mientras daba un sorbo al café caliente. Hay que ajustar esto y esto otro, ah si, también hay que disminuir el personal acá y rebajar los salarios, así la utilidad será del cinco, pensó, mientras resaltaba algunas cifras sobre los balances e insultaba a la señora que pasaba limpiando los pisos. Gente estúpida, les da uno la oportunidad y la desaprovechan... ¡Qué falta de respeto!

Tan pronto fueron duchas estas palabras el hombre se fue de de espalda y cayó sobre el piso, húmedo aún porque no había dejado que fuese secado, y sus pupilas se volvieron a dilatar. A sus ojos llegó la imagen del hombre del taxi sentado en su escritorio, ofreciéndole una silla y un café, y contándole que a partir de ese día tendría que empezar a estudiar y trabajar, primero en la planta de ensamblaje y luego, dependiendo de sus aptitudes y dedicación, iría ascendiendo. Llegaban de su memoria las imágenes de cada uno de los empleos desempeñados, hasta el último al que se podía acceder: gerente ejecutivo. Después de este puesto sólo hubo una cosa más, ascender. Su obsesión se hizo más y más grande. Luego vivió el pasado al ver que de su arma salía la bala que matara al hombre que le sacó de la miseria.

Sus pupilas llegaron al límite y su frente empezó a arder. La señora del aseo llamó a la ambulancia, que, como es costumbre en la ciudad, llegó cuando no había más que hacer por parte de los paramédicos, que robar las joyas del hombre, que ahora yacía muerto y con la imagen del crimen y la obsesión por la riqueza, por el mal agradecimiento al salvador.

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