miércoles, 12 de enero de 2011

Séptimo Centenario

La lluvia de la tarde empezó si día con gotas de ausencia cayendo sobre los lirios del campo circundante. El hombre despertó y su perro ladró la añoranza del aroma de los lirios, signos de la seña de una amada perdida de un escritor, la desaparición eterna de la musa que inspira la creación y alienta la fama y la fortuna, la felicidad del hombre que escribe... La eterna paradoja de la felicidad inexistente y el placer que sólo dura un instante, en la tristeza que dura toda una vida.

La ausencia del sentimiento en los ojos idos del perro le hicieron sumergirse en la infinita tristeza del estar sin estar despierto y de los sueños que desaparecen en la mirada de un muerto que sigue descansando en la eternidad, ya que en vida no fue capaz de dar cuerda al pequeño reloj que cuenta las horas de una vida sin sentido; un toque que mata con pupilas lejanas de recuerdos incrustados en miradas perdidas de arrogantes hombres le hizo ver que para el perro existían los recuerdos y salió a tomar los lirios y, al tenerlos en su casa, su corazón sintió la decepción de un amor perdido en la revolución.

El despertar, de un ideal a la oscura realidad, le conmovió en lo más profundo y su estómago sintió el cosquilleo del pequeño enamorado que espera en un parque de historias cotidianamente increíbles, reflexionando sobre el egoísmo que pinta de hambre la curiosidad morbosa de la gente. Minutos que se hacen eternos recorrieron sus pupilas dilatadas haciendo que falsas ilusiones de una hermosa mujer, que esconde en su belleza la amargura ajena y el placer que da el dolor ajeno se apoderaba del inocente que su mente creó. Ella era Dorian Gray porque maldad no aparentaba, y sin embargo causaba.

Despertó y sintió entonces la necesidad de orar. Y oraba porque la vida es inmensamente triste y de sus ilusiones siempre un final destellaba: la inmensa tristeza del que saca conjeturas porque no vive, la triste vida del mendigo que corteja a la princesa con miradas infinitas de amor verdadero y la cruda verdad de la mirada en el ministro que toma su carruaje: la vida es injusta, pensó, porque, al final, el hombre es libre y Dios calcula, pero calcula erróneamente y no puede ser el destino más que una ruta trazada con infinidad de posibilidades que han de llevar a un mismo fin. Pensó que no es el destino algo distinto a un árbol, cuyo tronco es inflexible, sigue un único camino, pero que puede ser libre en la elección de la ruta que han de seguir sus ramas.

Entonces lloró, porque Dios en su perfección no pudo más que equivocarse en el castigo del hombre: por eso el mal triunfa y el amor es del peor. Y la vida fue aún más triste para él, porque recuerdos volvieron y, con pupilas dilatadas, hombre y perro recordaron la tristeza inmensa que existía en sus vidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario