sábado, 22 de enero de 2011

Noveno Centenario

La Penélope de Serrat despertó al hombre, cansado de estar. Un recuerdo imaginario de un Ulises que regresa a una industrial Ítaca donde su amada espera a otro, porque él cambió y ella se quedó en ese pasado de odiseas imaginarias que nunca sucedieron. 

El recuerdo de la tarde en que hablaron del tiempo ya pasado y el regreso de esas sensaciones, hicieron que la mente volara tan alto que todo parecía real, tan real como la bala que sale del cañón de algún arma en un barrio marginal, o en medio de una calle, avenida principal. La invasión de la imagen de la muerte y su belleza, iluminada por el brillo de sus ojos en la sangre que brota del corazón de un niño que camina, con simpleza, hace que la magia vuelva la herida sorpresa y las lágrimas sean de sangre...

Luego sigue la Soledad. La dama gris se presenta como el canto de un hombre que está aferrado a su beldad, a su amada soledad que le inspira a cantar. Y él, en esos versos de poeta desconocido, quiere unirse a su cantar... Cantar de gatos que aparecen a través de las pestañas en el brillo de un foco prendido en mitad de la noche, o quizá la ilustración de la locura en la amargura del odioso amanecer... Así fueron los cien años que siguieron al ochocientos, aunque hubo cosas que no entendió, porque el tiempo iba muy rápido, quizá demasiado para la relatividad, tal vez en exceso para oír un perro hablar, porque, después de todo los perros no hablan y él lo oía cantar, aullar a la muerte y la soledad del niño, del poeta, de la bala, de la mujer...

Y luego el recuerdo de una tarde de sube y baja llevado al extremo de la filosofía y la imaginación: la evolución de la vida en sociedad a partir de un juego y la búsqueda del rescatar al Cortázar que fue un niño, un niño grande, tocando la Trompeta de Deyá, siempre alegre e inesperado, haciendo ver que la vida no es más que juego.

Así llegó y se fue el siglo noveno.

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