martes, 18 de enero de 2011

Octavo Centenario

Fueron Ochocientos años que terminaron con recuerdos... recuerdos de cada siglo de historias imaginadas y realmente vividas en la oscuridad de una habitación, o en la luz de una luna amarilla, o roja, o blanca, o en noches negras como la figura del gato monstruo bajo la luz del firmamento.

Las historias generan traumas y no es esta la excepción, porque su mente había ido demasiado lejos, quizá imaginando hechos reales en latitudes extra sensoriales, perdidas fuera de la casa aquella en que estaba, esclavo de su libertad, desde hacía ocho siglos. Y su remordimiento fue tan grande, por pensar en que todo aquello que para él fuese el pasar del tiempo pudiese ser real, que elevó una plegaria a un niño dormido, y durmiente en su sueño de mundos de chocolatín, en la voz de el Flaco, Luis Alberto Spinetta y al son de su solista guitarra...

La plegaría tomó años que quitaron días de tormento y décadas de profunda y continua decadencia.

Y con el paso del tiempo, que quizá sentiría los años como días y las horas como segundos, llegó a su mente la inspiración de una conspiración ideada para un hombre atrevido en sus convicciones y con una curiosidad de esas que mata gatos, que los mata así como a él le mató, por una joven traicionera y un plan macabro y perfecto para evitar conmoción. La idea del montaje perfecto hizo que también pensase un intento de suicidio, con una muerte intermitente, a lo Saramago, que niega a hacer su trabajo a la muchacha del puente, olvidada en su materna maldición de un hombre maldito también, por una madre indolente que sufre al no poder ver a su hijo desesperado y pidiendo perdón.

El resto del tiempo pasó en años de una tarde imaginaria, por su larga duración, quizá de cuarenta años, o cuarenta días, o algunos minutos, de un hombre y una mujer dialogando sobre nada, mientras sus mentes se abren para todo; una situación de amor imposible en una suposición de un hombre triste, pobre imitador de poetas infinitos y eternos, grandes maestros del manejo de la pluma y el esfero, del lápiz y el papel para dibujar palabras y signos de puntuación. La tarde imaginaria terminó con la idea del hombre que está loco en su cotidianidad y la metamorfosis del cuerdo, en el loco de atar.

Así fueron los pasados cien años, que, por su relatividad, más bien parecieran días. Y la mirada del perro, amigo fiel y compañero que se detiene en el iris de nuestro hombre deja para pensar: ¿será todo esto realidad, o no es más que un sueño eterno?

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