lunes, 20 de diciembre de 2010

Claro de Luna

Rompió las cadenas que le ataban y escapó de su prisión saltando por la ventana. Corrió como alma que lleva el diablo por el bosque que rodeaba el castillo en que se encontraba y huyó hasta el burgo. Los perros le seguían y sin embargo logró evadir a los mastines de grandes calidades que el rey mandase comprar especialmente para él. Escapó sin importar que los grilletes sonaran y pudiese ser detectado, sin interés alguno en las heridas causadas a sus tobillos en la caída y sin temor alguno de ser atrapado, porque, finalmente, su destino sería el mismo si se quedaba: una muerte espantosa en la guillotina de hoja oxidada y sin lubricar; una horrible agonía porque no se desprendería su cabeza al primer tajo y tendría varios segundos de dolor intenso e inagotable, sin contar, por supuesto, con la tortura previa, digna de todo un reino que acoge la inquisición. Su intención era escapar y tener unos cuántos días de vida, en el peor de los casos, o una vida por delante, en el mejor de ellos; pensaba en huir hacia las nuevas tierras, iendo de intruso en uno de los barcos que zarpan cada día hacia costas desconocidas y sentía la suave brisa del mar en sus mejillas. Corrió entonces con más fuerza y avanzó sin percatarse de los tesoros que el bosque escondía, porque la vida costaba más que cualquier joya, o baúl, o incontable tesoro. Después de muchos metros, el hombre llegó al burgo.

El burgo se alzaba como ciudad majestuosa bajo la luz de la luna que llena entonces estaba. Las casas se mecían con el viento de la noche y sólo se veían ladrones y algunos mercaderes que, despistados, intentaban salir para acampar fuera. El hombre dio vuelta por la primera esquina y allí descansó, para tomar algo del aire que ya le faltaba, al escuchar que no era seguido y que el ladrido de los canes se unía al rumor del río, cuyo sonido era un calmante natural para las almas desesperadas de los comerciantes de aquella ciudad. Pasados un par de minutos, tal vez, dio un paseo por el lugar y se encontró con las insalubres calles habitadas por mendigos, doquiera que iba ratas había, incluso más que en su calabozo, y el olor era inmundo, porque, como ese día era de mercado, toda la fruta podrida se mezclaba con la fragancia nauseabunda del barro: tal era la atmósfera del lugar. Desesperado, el hombre trató de llegar al muelle y encontró una canoa, en la que subió, no sin antes tomar algo de basura de las calles y recoger alguna fruta de los pocos árboles que allí se veían. Dejó que la canoa se fuese río abajo y durmió.

El sonido de la creciente lo despertó, junto con el rayo del sol mañanero que daba directamente sobre su rostro. Los rápidos hacían que el maniobrar fuese tortuoso, pero era ese el precio de su libertar y estaba dispuesto a pagarlo. Cada metro avanzado era un paso hacía lo desconocido, porque, debido a la creciente, no se podían ver más que ciertas rocas que sobresalían del nivel del agua, pero, como era sabido, era un río bastante peligroso, más que cualquier otro conocido y sólo los más hábiles capitanes debían navegarlo, pero no importaba, porque la libertad lo ameritaba. Pasaron minutos que eran horas y por fin, después de tanto esfuerzo con los pobres remos, que ahora estaban, por demás, rotos, el río se calmó y el navegante se vio a orillas del mar. Allí encontró puerto y decidió vender su barcaza por algunos duros y ver la ciudad que despediría su cuerpo al nuevo mundo.

Vio comerciantes con raros trajes, porque vestían de blanco y tenían un extraño acento, y, en lo poco que había estado allí, lo había visto inclinarse y hablar un idioma extraño, todos a un mismo tiempo y en una misma dirección. Vio cristales de colores y espejos, vio unos extraños animales que eran como caballos, pero más altos y tenían una o dos jorobas y quedó impactado; había en ese mercado, también, unos monstruos de color gris y un cuerno en la cabeza, más anchos que los bueyes y más peligrosos también, y entonces sintió miedo... Sintió un miedo inmenso de esos monstruos y de lo que le esperaría en esas nuevas tierras de las que oía historias a los guardias, historias de animales llamados dragones y de monstruos de mar que eran como gigantescas serpientes que derribaban barcos. Temía al canto de las hermosas sirenas y se detuvo para pensar las cosas. Recordó que, a pesar de su encierro, podía ver el bosque y los animales que en él habitaban, veía que al fin y al cabo allí estaba seguro del peligro del exterior y no tendría que enfrentar jamás monstruos invencibles, como esos que devoraban barcos y cuyas historias acababa de escuchar al entrar a darse valor con un vaso de un líquido extraño de color rojo intenso y sabor amargo al que llamaban ron, bebida de las nuevas tierras; temió tanto por su vida que entonces se entregó.

Al volver al calabozo todo estaba como había quedado. El hombre entró y se sentó, y vio entonces la razón de su regreso: era el claro de la luna que entraba por la ventana de su prisión. Era ese brillo plateado que sólo era interrumpido por los barrotes de la ventana lo que le hacía volver, porque, a fin de cuentas, era la razón de su inspiración y, por ende, de su condena.

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