martes, 14 de diciembre de 2010

Vacío Eterno (III)

VI
Después de diez años, de verse apenas un momento, o de no verse, en lo absoluto, Miguel decidió enviarle una carta. Semanas y semanas gastó en tomar la decisión, esa que habría de dar un giro inesperado a su existencia. Tomó de sus grandes maestros, los inmortales de Haller, la inspiración de Picasso, las influencias de los músicos extraordinarios el método a seguir, de conversación seria y formal, con visos de gran cultura y simple entendimiento; los papeles rebosaban la caneca del estudio, donde se encontraba la biblioteca, llena de Hobbes y de Locke, de Shakespeare y Saramago, de antologías de poesía y clásicos de la literatura, su desespero se hacía más grande porque no podía escribir de manera en que estuviese convencido del agrado de su prosa por parte del blanco ángel a quien iba dirigida... Escribía y era todo tan vano, tan plano, tan aburrido, que sólo pensó entonces en preguntar en su carta si sólo lo recordaba. Días después, envió la carta por correo a la casa vieja del pueblo hermoso que dejara un Domingo diez años antes. Lo que decía la carta, evitando las formalidades era lo siguiente:

De recuerdos me llega una imagen, de una hermosa niña llega hasta mi un aviso, siempre alegre y siempre hermosa te recuerdo, con el sol sobre la mirada de tus ojos negros. No creo que me recuerdes, pero yo si te recuerdo, con el alma encendida en ternura y cariño de pasado. Diez años han llegado y con ellos muchos cambios, pero, en mi corazón, sigues como el día en que te conocí, razón por la cual quiero verte, quiero hablarte y conocerte, realmente conocerte y estar decididamente dispuesto a casarme. Espero la respuesta de esta carta, en que el mundo mío ha ido a parar a tus hermosas manos. Siempre tuyo... Miguel.

 La carta tardó unos días, como es claro, y, por fin, llegó a sus manos. Sara la leyó y no recordó quién era ese hombre que ahora le escribía, razón por la cual, de sus amigas, todas la leyeron y sólo Gabrielle, quién jugara con ellos alguna vez, recordó al niño hermoso que encendía su corazón. Fue élla quien recordó a Sara la presencia del niño aquél y propuso que le diese la respuesta, que Sara temía dar.
Esa tarde, en casa de Miguel se encontró una carta, él la abrió y al ver el sitio del que provenía, su corazón se encendió, quedó petrificado por un instante y leyó:

Miguel, te envío esta carta con la intención de invitarte a mi casa, también me gustaría hablar contigo y saber lo que ha sido de nuestras vidas. Te espero el Domingo siguiente a la llegada de esta carta. Sara.

No hay que decir la emoción que a Miguel invadía, empacó lo más pronto posible y dejó apartado lo necesario para el viaje, que sería en dos días. Dio el aviso a sus pocos amigos, de quienes sólo una persona, una mujer hermosa que le visitaba en sueños, le advirtió que no sería conveniente volver la vista hacia el pasado. Esta hermosa mujer, compañera de estudios, fue una gran ilusión, era inteligente y preciosa, una belleza de tez marfil, vestida fuera de moda y con el extraordinario don de la profecía, acertado siempre... De ella aprendió la magia de observar, lenta y atentamente, el paisaje, de hacer preguntas por todo y para todo y sentarse a soñar, con los ojos abiertos bajo las estrellas y durante el crepúsculo; de ella aprendió el valor de la amistad y el escuchar, el hablar de sí con los amigos de verdad.
VII
Su nombre era Viviana. Siempre vivaz y sincera, de sonrisa agradable y buenos modales, de crítica consciente y honestamente brutal. De su pueblo natal no mucho se sabía, lejano era de la capital y era un gran esfuerzo comunicarse, pero sabía ella sobreponerse a todo cuanto se atravesara, siempre con soluciones creativas y salidas extrañas, una gran mujer. Estaba comprometida con un gran amigo y maestro de Miguel, que por entonces, y a pesar de su corta edad, ya daba grandes visos de un futuro prometedor como jurista en la capital, como escritor en la nación y como maestro en la escuela. Eran ellos de sus grandes amigos y jamás hubo secretos, ni siquiera ese día en que comentó que el Domingo iría al pueblito aquél y ellos se miraron con algo de decepción, como presintiendo lo peor... El no hizo caso y siguió dando el aviso y, al día siguiente, que era Domingo, se marchó.

VIII
Llegó esa mañana al pueblo y, como devoto, entró a la Iglesia. Salió y se sentó en el cafetín del lado del parque y allí la encontró, era Sara, su hermosa Sara que llegaba acompañada de su hermano y la diligente Gabrielle, de quién apenas se acordaba que era hija del ama de llaves de la casa Rodríguez, que había crecido junto a Sara y, probablemente, era la persona que mejor la conocía en el mundo. Era Gabrielle su confidente y su amiga, su defensora en tiempos de obscuridad, su guía. De su talle había un detalle, no era una mujer exuberante, pero tampoco todo lo contrario, era sobria su belleza y sus ojos color café parecían extenderse en el horizonte, con un viso de verde envidia, pero más compromiso; su cabello castaño era largo, tan largo que llegaba hasta su espalda y se envolvía en trenzas hechas con destreza. Y siempre estaba allí, con ella, la hermosa Sara, que despertaba el deseo de todo aquél que se le acercaba....

IX
Gabrielle se perdía en la penumbra de la sombra de su sombra que jugueteaba con el brillo de nácar de la zapatilla de Sara, que escondía lo que, después de un rato, ella diría...

Un hombre llegó por detrás y un beso le dio en la mejilla, saludó a Miguel y con ellos se sentó. El corazón de Miguel se paralizó por un momento y, segundos después, volvió a la normalidad. Recordó el rostro del joven que se había sentado, olvidando que la mujer ha de ir a la derecha del hombre en la mesa, y le preguntó por sus estudios, otro hermanos de Sara era. Después de seguir platicando y platicando, la ilusión de Miguel se hacía más fuerte aún y su corazón no era más que un juguete de las emociones que en él ella suscitaba; pero el tiempo había terminado y debía regresar. Le acompañaron y prometieron escribirse.

X
Largo fue el años siguiente, en que las cartas volaban casi todos los días, la confianza entre los dos había crecido sin igual y palabras amorosas rondaban por sus mentes. Miguel inspiraba sus versos en ella y era su musa perfecta, porque en este tiempo su amiga Viviana y su ahora esposo Juan halagaron sus escritos, cosa no pequeña ante los ojos de Miguel, porque siempre ellos fueron sus maestros. Los estudios iban muchísimo mejor de lo que esperaba y él hacía constantes visitas a la Casa de Sara.

De estas visitas veía cosas extrañas, como su demora con sus amigos y, a veces, su afán de terminar las conversaciones y ver que él partiera hacia su casa. él daba todo por ella y ella no hacía más que hablarle, seguirle la corriente hasta ese día...

Ese día él llegó de sorpresa al pueblo y la vio besando a un hombre, el hombre era fuerte y tenía un mejor talle que el suyo, él esperó y cuando el hombre su hubo ido, entonces saludó y vio la mirada hermosa de su mujer amada, que le dijo que era él su prometido y no debían volver a hablarse. Su corazón se rompió, de sus ojos las lágrimas luchaban por salir y un espero que seas feliz fue dicho. Caminó, sin despedirse y volvió a su hogar, pensando en el camino en las amorosas palabras que en las cartas fueron escritas. Llegó a su casa y, en el estudio en que escribía para ella poemas, quemó todos los papeles, dejando sólo aquello que sirviese a su defensa. Rompió los vidrios y de las esquirlas más de una llegó a su rostro. Ensangrentado, tomó vino y trasegó, y lo hizo tanto que, en su embriaguez, salió desnudo y corriendo por las calles gritando el desengaño; la locura despertó en él y ya no importaba el mundo, entonces decidió morir.
Avanzó hacia el río que rondaba la ciudad y, cuando se iba a lanzar para que el agua llegase a sus pulmones y los aplastase, mientras la sensación de morir se apoderaba de su mente y la desesperación de no tener aire iría haciendo que su mente divagase y su tez cambiase de color, llegó Viviana. Al verlo así, supo que no había errado y que, para pena suya y de Miguel, no era Sara esa persona que él pintaba con palabras en todos sus relatos, no era Sara más que una mujer más que, como ella, tenía virtudes y defectos. Sólo pudo Viviana consolarle diciendo que el amor era un mar y que hay muchos peces en el mar; no pudo más que prestarle ropa de Juan y decirle que se quedase como invitado en la quinta grande que habitaban. No pudo más que decirle que no valía la pena... que la vida tenía un propósito que no era sufrir. Miguel sólo rechazaba los cumplidos y las palabras alentadoras, sabía que la vida era injusta y le dolía ser el enamorado para quien canta el ruiseñor que muere por una roja rosa que no combina con un vestido azul, como lo dice Wilde; no había en la cabeza de Miguel otra cosa que las palabras de Kundera quemándose en la ardiente zarza de un Dios impío que no conoce de emociones, que juega con sentimientos que ha creado, un Dios para el que el mundo no es más que un juguete...

XI
EL tiempo fue pasando y no hubo más cartas, sólo sueños pintados en papel que fueron quemados, tal era su desesperación.

Una tarde, mientras quemaba papeles recordando a la bella Sara, encontró una carta, posiblemente algún ayudante de la casa, y leyó entonces que venía del pueblo aquél, pero, al ver quién la remitía, leyó. Las cosas que allí se decían eran tan abominables que sólo pudo tomar un par de pistolas y pedir que su testamento quedara en manos del juez, por si algo sucedía. En su mente, mientras iba de camino, sólo pasaban las imágenes que le fueron referidas en la carta. Su corazón tenía horribles presentimientos, pero, después de todo no importaba porque el amor es ciego y es estúpido y no se da cuenta de que cada quién elige su destino y recibe su merecido, iba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.

Llegó al pueblo y los vio, y en los ojos del hombre que fuese el prometido de Sara vio la mirada del hombre que jugó con el cuerpo de Sara y estaba con ella sólo por interés. Vio que su mirada era de burla para ellos dos y se acercó. Saludó y fueron a comer, él no tenía problema en echarle en cara todas y cada una de las cosas que pensaba, hasta que Sara llegó y vio con susto e impresión el rostro del eterno enamorado que se encontraba frente a su amado y, sin querer, hizo que la discusión, para su prometido, llegase a puntos que no debían. Del rostro tranquilo de Miguel, sólo silencio salía, y, una vez, sólo una, una frase de su voz se oyó: in vino veritas. El prometido de Sara se levantó y arrojó el guante, que por Miguel fue recogido, salieron del pueblo hasta el camino aquél de árboles colmado, en que deberían de tomarse las decisiones más importantes y allí, acompañados de sus padrinos, empezó a planearse todo. Gabrielle hizo lo posible por detenerlos, diciendo que no era manera para solucionar las cosas, pero recibió una respuesta calmada de Miguel diciendo que el honor sólo ha de recuperarse con la muerte y que la venganza era el único medio para resolver la controversia: Alea iacta est. Los padrinos de Miguel llegaron, Juan y Viviana se miraban preocupados tan pronto como supieron que había recibido la carta y apresuraron el paso, llegaron a tiempo.

Diez pasos distaban del centro elegido a cada uno de los hombres que debían morir. Los testamentos estaban listos y Sara veía, con algo de alegría, cómo luchaban por su amor, o por su cuerpo, o por lo que fuese, porque debía sentirse importante. Al ser dada la señal, Miguel disparó y fue su tiro tan certero, que el hombre se desplomó sin siquiera haber alcanzado a disparar. El cadáver fue levantado y llevado a la funeraria por uno de los cocheros que allí se encontraba y Sara se abalanzó sobre Miguel, diciendo que no esperaba ella nada del hombre aquel y que sólo a él amaba, pero, ¿era eso amor?, preguntó Miguel, y vio que no era amor lo que ella por él sentía y se marchó.
Viviana y Juan quisieron alcanzarlo, pero tomó el un caballo en alquiler, luego de correr por el camino y llegar al pueblo, razón por la cual no pudieron encontrar más que su cadáver colgado de un árbol, a veinte minutos del pueblo, porque su demora fue tal que, incluso con la ayuda de Sara, conocedora y experta en la geografía del lugar, no pudieron localizar el lugar aquél, porque no había más preferencia de Miguel que la casa que dejaban atrás mientras procuraban alcanzarlo. 

Al llegar, el cuerpo aún se balanceaba, como mecido por el viento y sus ojos se iban al eterno vacío, su mirada muerta era distante y en su mano una carta había. Juan la tomó y leyó:

Heme aquí como un cadáver, siento la pena de no poder vivir con alguien para quien no importo y no pretendo hacer más compañía a la soledad. Muero aquí porque amé a Sara tanto como ama el girasol al dios Helios, tanto como puede amarse. EL testamento está con el notario y todo ha sido arreglado. Muero como viví, triste y decepcionado, pensando que no es más el amor que un vano sentimiento, que una ilusión que ha de quebrarse como la felicidad, que no es Sara más que una mujer de las que no merecen vivir y que mi error más grande, fue precisamente mi amor por ella. Que sea mi cuerpo dejado acá en señal de las consecuencias de estar enamorado perdidamente, recordando a todos lo que cuesta amar. Muero amando a una mujer imposible y luchando con mi insoportable pensar. El amor no es más que un constante renunciar a la vida para preocuparse por otra persona, es abandonar todo lo hecho para soñar con un feliz final. El amor no es más que una farsa de una persona por otra, sin pensar que lo bilateral es algo de dos.

Al terminar de leerlo, Sara lloró y, tomando del cinto la pistola de Miguel, disparó y murió.

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