domingo, 12 de diciembre de 2010

Paradoja

El hombre, esclavo de su libertad, levantó sus ojos al cielo y, con gesto de desprecio, volvió la vista a la ciudad, progresista en su actitud de odio hacia lo rural, gris y de pocos contrastes y corrió por toda la calle que llegaba hasta el parque en el que se encontraba en otra época la casa de gobierno, porque ahora la gente obedecía a la anarquía. 

Pasó sin mirar que en las calles los mendigos pedían ayuda espiritual diciendo que no sólo de pan vive el hombre y los transeúntes sólo les podían ofrecer dinero; el hombre volteó por la esquina en la que se encontraba el banco en época remota y llegó a la Iglesia, donde ahora funcionaba un teatro, porque la libertad debía sentirse en el placer que sólo dura un instante y no en la tristeza que dura toda la vida y allí se sentó, para volver a alzar sus ojos al horrible cielo. Entonces el hombre, preso de la desesperación, puso las cadenas sobre sí al emitir un sollozo agudo, horrible en su esencia, el hombre lloró con el sentimiento más puro y vano, menos racional y descubrió que su libertad no era más que el efecto de dar rienda a sus predeterminadas pasiones y el constante imitar a otros, que a fin de cuentas todo era una copia de la naturaleza y no tenía sentido, y que, después de todo, la vida no era más que una horrible paradoja. Corrió entonces el hombre y, haciendo uso de su única libertad, decidió morir, pero sólo descubrió que la muerte era la puerta de la vida y que estaba tan acostumbrado a élla que no la podía dejar.

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