viernes, 17 de diciembre de 2010

La despedida

El cielo estaba nublado esa mañana y no habría de componerse hasta la noche, pero no importaba porque él sólo fue capaz de esperar hasta la tarde para verla. Su bolsillo había vaciado para cumplir con la costumbre, de fina cortesía, de llegar con algo al hacer una visita: había comprado una botella de buen vino del Valle de Rodin para alegrar, con ese dulce toque del fino licor, esa vida nostálgica de su bella prometida.

Su chaqueta ondeaba al viento de las tres de esa tarde que venía con una fuerza de calma y tempestad, y también de ímpetu de valentía y desencanto. Sus ansias no se calmaban y por eso trotaba, de manera algo extraña, pero pasando desapercibida. Un vacío había en su ganas y las imágenes pasaban tan rápido que no se fijaba en los presagios que con la brisa llegaban; así llegó, al fin, a la puerta de la casa de su amada. Dentro, ella se desperezaba y, al oír el toque, intentó arreglar su rubia cabellera e hizo sonar el disco de Fito Páez. Él entró y dejó la botella sobre la mesa del salón que había junto a la sala de las visitas, le dio un beso en la mejilla y vio un par de zapatos de hombre cerca de la puerta de la habitación.

Ella, como mujer qué es, se dio cuenta del embrollo y sólo dejó que del cuarto saliese su compañero, recién bañado y vestido con una toalla, que saludó cínicamente, mientras el infortunado contenía lágrimas de sal hirientes y sentía en su estómago una sensación de ardor, mientras en su garganta el nudo gordiano se formaba y se limitaba a dejar la mirada fija en ninguna parte para hacer del hecho social una realidad: un hombre no debe llorar. Ella pidió disculpas que fueron rechazadas con silencios largos, de sus ojos lágrimas de cocodrilo fueron arrojadas al suelo con odio disfrazado de indiferencia y vagas palabras de insulsa compasión. El piano de la canción que empezaba presagiaba el final de la situación, él se levantó y, tomando la botella para entregarla al hombre que estaba en toalla, les deseó prosperidad y salió, llevando la pena en su corazón y mordiéndose la lengua por lo dicho... Ella lloró y, pasados los años, vivió feliz para siempre.

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