miércoles, 8 de diciembre de 2010

Vacío eterno

I
El sol salía y en el viejo casón, que aún conservaba su belleza de cien años, todos despertaban. Los padres iban a misa y la pequeña hija, que por entonces contaba ocho años, dormía plácidamente; en los alrededores sólo pájaros cantaban y vacas bramaban, los potreros de esa fértil tierra eran más verdes y más hermosos con la luz del sol, que tranquilamente se posaba, también, sobre las hojas de los árboles, que daban un aire mágico a la casa con su aroma inolvidable.

Para llegar al pueblo debían caminarse, a lo sumo, unos diez o quince minutos, por un amplio sendero de esos que llaman caminos de herradura, de esos en los que, hoy por hoy, sólo pasan automóviles de tracción en las cuatro ruedas. El camino estaba cubierto por árboles de clima templado, que formaban una sombra perfecta en los días de calor y que, en los de lluvia, servían como un paraguas natural. Había también, por el camino aquel, un par de quebradas cuyo calmante sonido generaba una atmósfera perfecta para salir simplemente a caminar, o para pensar acerca de los rumbos que ha de tomar la vida, para tomar decisiones, y es así como esta historia comienza.

Del pueblo sólo hay que decir que mantiene la belleza de su fundación, que las casas alrededor del parque son las mismas que siempre han estado allí y que lo único que ha cambiado es la Iglesia, restaurada años atrás, en la que los domingos aún salen los señores de sombrero y ruana, de bastón y mula a hablar con sus conocidos y, luego de pasar por la plaza de mercado, se dirigen a la tienda para sentarse a tomar cerveza hasta que, dando tumbos, vuelven a sus casas para pagar a los jornales y tomar onces con sus familias.

II

Esa mañana de Domingo en que el sol brillaba tanto, mientras los padres de la chiquilla llegaban a la Iglesia, una camioneta de verde color se acercaba al pueblo, de sus puertas salieron cuatro personas, dos hombres, una mujer y un niño, de unos ocho años, para la época, vestían impecablemente y se portaron de la manera debida, incluso el niño aquel. Luego de la misa, salieron y saludaron al cura, que parecía conocerlos y se hospedaron a unas calles del parque, en único hotel de la ciudad.

A la hora del almuerzo, el cura ofreció llevar a estos forasteros a su casa y, por demás, hizo extensiva la invitación a la familia Rodríguez, dueños de la casa aquella de belleza centenaria y, además, familia respetada en el pueblito aquél. Con algo de anticipación se presentaron a la casa cural, donde su dueño hizo la debida presentación y hubo cierto espacio de tiempo para darse a conocer; aquí se supo que la familia, venida de la capital, se apellidaba Martínez, que el señor Martínez, padre y jefe de la familia, era un exitoso empresario y que su mujer le ayudaba en el negocio, y, por último, que sus hijos, Daniel y Miguel, estaban estudiando en uno de los que se mostraba uno de los mejores colegios de la lejana capital. De igual modo se supo que la Familia Rodríguez dedicaba sus esfuerzos al campo, algo de ganadería, de agricultura y piscicultura y que la señora trabajaba en asesoría jurídica; que eran además numerosos al interior de la familia y que la pequeña Sara cursaba también sus estudios en la escuela del pueblo.

El almuerzo pasó sin mayores acontecimientos. Pero, en el momento de volver al hotel, el pequeño Miguel fijó su mirada en Sara y vio sus ojos negros y deslumbrantes... De pronto el mundo se desvaneció y sólo ella y él estaban, sentíase él un príncipe azul y veía en ella a su princesa. Se despidieron y, siendo incapaz de decir palabra alguna, el tomó su mano e hizo el ademán de besarla, a la vieja usanza.

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